jueves, 19 de febrero de 2015

Salida

Hay quien se mete en sitios de los que es muy difícil salir.
Y no me refiero a laberintos, ya que, pese a su indiscutible complejidad, siempre suele haber algún método ingenioso que permite encontrar el camino de regreso... si el minotauro de turno (son más frecuentes de lo que se cree) no te ha lacerado antes, claro.
Son peores otros lugares, también cerrados, pero que se van empequeñeciendo con el paso del tiempo, a la vez que desarrollan la verticalidad de sus muros.
En su fase final, ni siquiera se pueden denominar callejones, pues se convierten en cubículos estrechos, capaces de agobiar incluso a quien padece de agorafobia.

Los peores son los imaginarios. Contra ellos es casi inútil luchar. 
Cuando son físicos, queda, en último término, la opción de horadar sus paredes y crear un hueco por el que escabullirse, aunque sea a rastras. Por el contrario, los cubículos morales tienen muros que son, prácticamente, infranqueables.

Suelen originarse cuando alguien se empeña en ir encerrándose en sí mismo, desatendiendo todas las oportunidades que se le brindan de rehabilitar una vida mejor, de la que se hayan eliminado complejos, prejuicios y rencores.

La materia prima con la se construyen estos minúsculos habitáculos es el orgullo. Y, como todo buen albañil del espíritu sabe, el orgullo, cuando se seca, se solidifica y se convierte en soberbia. Si, además, la soberbia se refuerza con una malla interna de silencio acerado, su nivel de resistencia llega a alcanzar cotas indestructibles y se transforma en lo que se conoce como 'soberbia estructural armada', cuya patente es de dominio público y no pudo ser reclamada con éxito, en su día, por Lambot ni, tampoco, por Wilkinson.

El problema principal de estos 'corralitos' emocionales es que suelen acometerse desde el interior, por lo que quien los levanta queda, irremisiblemente, atrapado en ellos.
Otro de sus inconvenientes fundamentales es que su autor tarda mucho tiempo en darse cuenta de la situación, puesto que durante el proceso de su construcción ha prestado más atención a decorar sus poderosas paredes (pintándolas de alegres y vivos colores, capaces de ocultar errores y ansiedades), que a la propia naturaleza de los materiales empleados. 
Cuando acaba siendo consciente de la situación, es tarde.

Malo es estar preso en mazmorras o calabozos ajenos, pero, sin duda alguna, es mucho peor quedar encerrado en la tozudez y ser perpetuo rehén de nuestro desatino.
Al final del orgullo no hay salida, así que no trabajemos en cimentar un cuarto oscuro anímico que asuste, con su aislada soledad, a cualquier proyecto de esperanza que quiera ser compartido desde el sentido común y la buena voluntad.

Demos una salida a la paz, que la intransigencia obcecada no tiene nada de sano.

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