domingo, 22 de febrero de 2015

Espíritus esmerilados

Nadie puede poner en duda que el cristal es un gran invento.
En realidad, me refiero al vidrio (que no debe confundirse con el cristal, pese a estar muy generalizada esta incorrecta forma de referirse a él), ya que el cristal es una creación de la naturaleza. El vidrio también lo es, pero el antiquísimo descubrimiento de su manufactura artificial por el hombre (a base, como todos sabemos, de arena de sílice y carbonatos de sodio y de calcio) significó un gran avance para el desarrollo de la construcción, la artesanía y un buen número de aplicaciones diversas en múltiples campos y actividades.

Pero es evidente que no estamos en el lugar adecuado para cantar las virtudes de un producto tan universalmente utilizado por la humanidad, desde tiempos remotos, así que me centraré en lo que quería contar.
De los muchos (y muy interesantes) tipos de vidrio que existen (cada vez más, como es lógico), hay uno que siempre me ha llamado la atención por ser poseedor de una propiedad que me parece una metáfora de lo que, con frecuencia, sucede en otros ámbitos. Hablo del cristal esmerilado.

Puede que lo que yo entiendo por esmerilado no sea correcto desde un punto de vista técnico, sin embargo, no tengo la más mínima duda de que (al menos, antes) llamábamos 'esmerilado' al cristal que presentaba una rugosidad no uniforme en su superficie, provocando una modificación en las características tradicionales del vidrio transparente convencional, lo que tenía como consecuencia que, manteniendo su propiedad de ser traslúcido, matizaba su transparencia desdibujando las imágenes que veíamos al otro lado y las convertía en difusas siluetas.
Hoy, está bastante en desuso, sustituido por el moderno cristal al ácido o aplicando un vinilo al vidrio transparente.
Yo no digo que no me guste esta solución (que produce un efecto similar), pero reconozco que el esmerilado me parece que tiene una personalidad más acusada, aparte de mantener mejor su aspecto de limpieza, ya que en el cristal al ácido se marcan con facilidad las huellas de quien lo toca.

Pues bien, mirando a mi alrededor, veo que también abundan quienes han sustituido la transparencia de su espíritu por un efecto traslúcido, propio de ese tipo de vidrios.
Tiene sus ventajas. Sin llegar a ser opacos del todo, consiguen que su verdadera personalidad quede difuminada tras un halo protector que evita la accesibilidad a su fuero interno por parte de los demás.
El problema suele llegar con el tiempo. Lo que empieza siendo una medida de prudencia para que su interior no aparezca desnudo ante el mundo (algo que tiene mucha lógica y no deja de parecer razonable), se acaba convirtiendo, por la permanente rutina de su uso continuado y automático, en una actitud fija, que se convierte en una parte sustancial de su personalidad.
Esto causa complicaciones cuando, por su falta de práctica, la transparencia de nuestros sentimientos y emociones se hace imposible... desaparece. Y deja paso a una pared esmerilada que, con el tiempo, nos protege hasta de lo que no debe hacerlo. La sinceridad retrocede hasta una posición tan resguardada que ya no es capaz de abandonar ni cuando el cuerpo pide refuerzos al alma para superar una situación crítica.
Por si fuera pequeño este problema, se ve agudizado por el hecho de que la luz sigue llegando al interior de estos espíritus esmerilados... pero transmitiendo imágenes distorsionadas. A veces, lo están tanto que ya no pueden distinguir lo bueno de lo malo, lo beneficioso para ellos mismos de lo que les perjudica sin remedio.
Y así, esmerilados ya hasta la muerte, ven como la luz existe en el exterior, pero el acceso a lo que ilumina allí fuera les está vedado. 

En la vida no hay que abusar de nada. Tampoco de estos cristales, de estética tan interesante y reconocida utilidad, cuando los colocamos en las ventanas del alma. Si no son practicables y se quedan anclados al espíritu, dejaremos de ver la realidad que hay a nuestro alrededor. Una realidad que puede ser mejor de lo que creemos.

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