viernes, 6 de febrero de 2015

Desde el frío

Cuando el frío se vuelve intenso, todo es demasiado fácil. Incluso pensar o recordar aquello que ocurrió sin aparente sentido... esas cosas que parecían imposibles y que, pese a ello, sucedieron. 
Con el frío es imposible evitar tener presentes todas las explicaciones lógicas (y nada positivas) que nos damos a nosotros mismos para ayudarnos a entender lo que no queremos aceptar. Es como si el frío se convirtiese en un elemento catalizador de la síntesis del pensamiento. Los análisis metódicos son muy complicados con estas temperaturas porque los sentimientos cambian de estado y, al solidificarse, son menos maleables.
Por el contrario, el calor los volatiliza y su presunta liquidez transforma su naturaleza temporal en gaseosa, expandiendo sus moléculas entre las emociones y haciéndolas mucho más volátiles.

Tal vez por eso las peores cosas de la vida pasan en invierno y en verano, dos estaciones más tardías de lo que nuestra equivocada presunción nos inclina a pensar. Puede ser porque el estado habitual de los fluidos vitales (incluidos los espirituales) se ve alterado en esas épocas.
Y si al frío se le añade un viento helado, los juicios se hacen, aún, menos benévolos.
Dicen los conocedores de la realidad humana que lo que ocurre es que se nos presenta la verdad de una forma más nítida, al igual que ocurre con la atmósfera que nos rodea. Por lo visto, eso nos permite alcanzar una distancia mayor al observar cualquier perspectiva, lo que, añadido a unos sentimientos endurecidos por las bajas temperaturas emocionales, retira algunos filtros voluntaristas que nublan nuestra visión durante los meses más cálidos.

Siendo así las cosas, debería ser bueno el frío. Sin embargo a mí no me gusta. Yo sigo prefiriendo tener el entendimiento un tanto difuso antes que aceptar una realidad helada, capaz de transformar las arterias en carámbanos.
Y lo prefiero porque no tengo nada claro que la realidad coincida siempre con la verdad. Ya sé que esto suena un poco raro y que casi puede parecer un contrasentido, pero creo que no lo es. 
La verdad tiene una dimensión más profunda que la realidad, ya que esta no deja de adolecer de una cierta superficialidad. Por el contrario, la auténtica verdad nunca se encuentra en el exterior. Y, si hablamos de personas, la verdad siempre está tan dentro que, muchas veces, no conocemos la propia ni nosotros mismos.

Desde el frío todo es más sencillo, más evidente, mucho más simple. Tal vez por ello los bárbaros del norte acabaron dominando a las civilizaciones mediterráneas. No cabe duda de que su visión del mundo era (es) mucho más pragmática. Para quienes piensan y actúan como ellos, inmersos en el frío, no hay tiempo que perder, no quedan momentos para la elucubración, para la duda. Pero desde las cálidas tardes del verano eterno, nada está tan claro. La imaginación se enturbia a medida que sube la temperatura y las formas que imaginamos se distorsionan... al igual que ocurre con el aire ante nuestros ojos. La distinta densidad de unos y otros pensamientos (los que creemos reales y los que nos gusta imaginar) produce una refracción incontrolable de imágenes en nuestra mente que modifica esa incompleta y poco confortable realidad, que no acaba de dejarnos satisfechos.

Bajo los efectos del frío no hay espejismos. Y a mí me gustan los espejismos. De hecho, a todos nos gustan, aunque no siempre queramos reconocerlo.
Es indiscutible que la vida es más llevadera con espejismos. Sería muy complicado atravesar su inmenso desierto sin encontrarnos, de vez en cuando, con algún que otro oasis en el que saciar nuestra permanente sed. 
Aunque el oasis solo exista en lo más íntimo de nuestros sentimientos.

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