martes, 3 de febrero de 2015

Pobres, modernos, ricos y...

Hubo un tiempo en el que no sabíamos que éramos pobres.
Y, como no lo sabíamos, apenas echábamos de menos lo que nos faltaba. Encima, reincidíamos en el vicio de ser felices, de tener ilusión por las cosas. Nuestros padres tenían buen cuidado en dejarnos vivir así y eran especialmente cautelosos en lo que nos decían, porque preferían para nosotros las nubes antes que las tormentas.
Desde luego, ellos sabían muchas más cosas, aunque compartían nuestra ignorancia acerca de una pobreza que, para ellos, era mucho menor, pues conocían lo que nosotros ignorábamos.

Ser pobre sin saberlo es estupendo. Vives tan contento. Lo verdaderamente malo es ser consciente de la pobreza, de la miseria (y no me refiero solo a la material). Pero cuando eso pasa es porque la pobreza no es nada abstracta. Yo hablo de unas carencias que, vistas con la perspectiva del tiempo, son muy reales, pero que, en su contexto vital, eran tan inexistentes como lo es todo aquello de lo que no se tiene conciencia colectiva. Sin televisión ni internet es muy fácil no saber que se es pobre.

Luego se nos ocurrió ser modernos. Nos parecía que en España éramos antiguos, que todo lo nuevo estaba o venía de fuera. Así que los jóvenes empezaron a viajar, a salir al extranjero, a escuchar canciones con letras en inglés y a ver películas 'de arte y ensayo' (definición que, aún hoy, me tiene un tanto perplejo). Todo esto se hacía bajo la atenta y nada convencida mirada de unos padres que casi preferían esa pobreza no asumida (mucho menos real para ellos que para quienes empezaban a intuirla, impulsados por su juventud) a unos riesgos incontrolados que ellos conocían muy bien. Demasiado bien.
Pero fue inútil. Los jóvenes se empeñaron en hacerse modernos, en viajar a Londres y a París, en comprar discos de los Beatles y en comer perritos calientes (que nos llegaron mucho antes que las hamburguesas). 
El concepto de modernidad era un poco confuso. Pantalones Levi's, Coca-Cola y estrellas rojas de cinco puntas eran perfectamente compatibles. Al igual que Elvis y el Che.

De pronto, un día nos creímos que éramos ricos. Y muchos empezaron a vivir como si realmente lo fueran. Los coches y las casas se compraban como si fueran galletas fabricadas en Aguilar de Campoo y los anuncios de sombreros y coñac empezaron a dejar paso a los de automóviles y apartamentos en la playa. Los libros se vendían bastante poco, eso sí.
Muchos desarrollaron su economía antes que su espíritu y eso es algo que complica mucho el entendimiento de la vida.

Hoy, nuestra sociedad está hecha un lío. Ya no sabe si son ricos empobrecidos, modernos pasados de moda o pobres que se imaginaron ricos.
Tendremos que esperar un poco para reconocer nuestra verdadera identidad. Tal vez tras un par de siglos de democracia continuada, y cinco o seis generaciones de leer a Homero y a Cervantes, acabemos sabiendo lo que somos.

Todo llegará. Solo nos hace falta un poco de paciencia.

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