martes, 9 de diciembre de 2014

Martine y Nathalie

Quedaron a comer en el patio del Costes porque dos chicas como ellas no podían elegir un sitio cualquiera para verse. Aunque fuese para discutir un asunto tan delicado.
Allí, bajo un toldo blanco y en un ambiente sofisticado, estarían bien protegidas de la vulgaridad, pero sin prescindir ni por un instante de su necesaria exposición pública, siempre relajada e indolente, como si flotasen sobre el mundo pre-navideño que acechaba fuera.

Nathalie no paró de dar explicaciones a Martine. Era una historia larga. Una complicación vital y profunda en la que había acabado envuelta por culpa de esas circunstancias en las que suelen terminar cayendo las mujeres como ella.
Martine la observaba con sus ojos claros clavados en los oscuros de Nathalie. Su mirada era tan atenta que parecía llevar implícita una acusación permanente. Escuchaba, sí, pero iluminando el rostro de su compañera con dos focos azules que hacían las veces de mudos testigos en un interrogatorio severo y prolongado. No hacía preguntas. Bastaba con mantener fija la mirada y seria la expresión para que Nathalie se sintiera obligada a justificar con largos y repetitivos razonamientos todo lo que estaba, sin mucho éxito, argumentando.

Era fácil imaginarse a los maridos de ambas. Dos ejecutivos ambiciosos o profesionales de éxito, más próximos al mundo de los negocios, el comercio o el marketing que a una actividad artística o bohemia. Pero los maridos no contaban demasiado, la verdad. Cumplían su función instrumental y todo quedaba encajado dentro del orden debido, al precio de costumbre que, desde luego, incluye para ellos ser padres padres modernos y para ellas madres cariñosas con hijas criadas a su imagen.

A su alrededor, la gente disfrutaba de una comida tardía en un restaurante cuyo estilo no pasaba de moda con los años. De fondo, la música de ambiente dejó de ser, por un momento, de Stéphane Pompougnac para que una vieja canción de Sylvie Vartan se escuchase a través de los bien camuflados altavoces. Como era de esperar, ni Martine ni Nathalie se dieron cuenta. Sin embargo, en una desconocida versión chill-out de su ya lejano éxito, Sylvie insistía en sus eternas preguntas sin respuesta. 
Nadie aclaró qué hacía llorar a las rubias, cantar a las morenas, girar al mundo o cambiar a la luna... así que estas y otras cuestiones quedaron pendientes de contestación para más adelante.

Y algo similar ocurrió con la muda inquisición de Martine. Nathalie volvió a repetir sus circunloquios recurriendo, incluso, a alguna metáfora. De nada sirvió. 

Solo al final, muy al final, Martine hizo una pregunta, sin dejar de mirar fijamente a Nathalie, y mostrando ya un ligero cansancio en su expresión, casi resignada:

– ¿Por qué lo hiciste?
– No lo sé –respondió, en voz muy baja, Nathalie, con la mirada perdida.

A partir de ahí el silencio se instaló en su mesa. Apuraron sus cafés, recogieron sus móviles de última generación y se marcharon despacio mientras surgió, de nuevo, la voz de Vartan por encima de los murmullos de los comensales del patio del Hotel Costes:

– Qu'est-ce qui fait pleurer les bondes? Qu'es-ce qui fait tourner le monde? ... 

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