miércoles, 3 de diciembre de 2014

Espejos pequeños

Los espejos pequeños son muy peligrosos. Solo te permiten ver reflejada una parte de la realidad y eso entraña el riesgo de que queden ocultas cosas importantes.

Comprendo bien que no es práctico ir por ahí cargando con espejos enormes. Son pesados, incómodos y frágiles. Pero nuestro espíritu también es frágil y lo llevamos a casi todas partes, aunque es cierto que el espíritu es mucho más liviano. Sobre todo, algunos.
Los hay tan ligeros que ni se sienten. Suelen ir escondidos entre la chaqueta y la piel, mezclados con sedas, algodones y unas gotas de perfume. Otros se llevan a mejor recaudo: en el interior de un bolso o, si acaso, en un bolsillo del pantalón. Y, en ocasiones, se nos olvidan en casa... o en la oficina. Esto es algo que pasa con frecuencia cuando se cambia de bolso. 
Naturalmente, también suele suceder cuando de lo que se cambia es de espíritu, un comportamiento que, desde luego, no es nada raro en quienes tienen un concepto consumible de su propia naturaleza inmaterial; lo que no deja de ser adecuado para el tipo de sociedad económica en la que vivimos, en la que determinadas prendas de vestir se sustituyen por otras con habilidad y, a veces, con depurado y elegante estilo. Una de las prendas más habituales para ser utilizadas en este tipo de prácticas es la chaqueta. 

Pero volvamos a los espejos grandes. Pese a que, como hemos dicho, no sea preceptivo (ni siquiera conveniente) llevarlos encima, sí es fundamental asomarse a ellos de vez en cuando, para vernos en nuestra totalidad y no solo en una parte reducida e incompleta.
Hay quien lo hace de forma intencionada, para ver solo lo que más le gusta de sí mismo. Sin embargo, no es lo correcto. 
Lo mismo ocurre con los recuerdos y con la memoria fotográfica de lo que guardamos en nuestra mente. Si lo único que vemos es un segmento de la verdad o de la historia, tendremos una visión distorsionada. Cuando, además, escogemos siempre la parte que nos interesa (o, mejor dicho, que creemos que nos interesa), obtendremos un cuadro que, a continuación, enmarcaremos en una particular sección de los sentimientos para, después, colgarlo de la escarpia de unas emociones poco oxigenadas (y digo escarpia por convencionalismo, ya que en la mayoría de las ocasiones lo que se suele utilizar es un simple 'cuelgafácil').

El resultado será que sobre nuestro pecho o nuestra espalda (depende de dónde lo hayamos clavado) quedará colgando un retrato incompleto que hará las delicias de nuestro orgullo... pero que envejecerá más rápido que el de Dorian Gray.

Cuidado con los espejos pequeños. No nos fiemos de la imagen que reflejan.

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