lunes, 24 de marzo de 2014

El autobús

¿A quién no le gustan esos viejos autobuses que parecen surgir de la niebla para, tras un fugaz encuentro con nuestra mirada, perderse en una cerrada curva en la que ni siquiera habíamos reparado hasta ese momento?

Siempre tenemos la sensación de que en esos autobuses va una buena parte de nuestra vida. Y eso ocurre aunque seamos, como yo mismo, de los que no hemos viajado mucho en ese medio de transporte.
Pero los autobuses siempre llevan algo que nos pertenece. Sobre todo, los viejos.

Conocí a una persona que vendió todo lo que tenía para comprarse un autobús. Sin que pudiera apreciarse el cambio desde el exterior, retiró los asientos traseros y creó un pequeño apartamento rodante. A partir de ese momento, empezó a viajar por todo el mundo, estacionando su renovado autobús frente a los escenarios más bonitos que encontraba. Cuando se cansaba de ellos o entendía que ya era hora de partir, volvía a ponerse en marcha, en busca de un nuevo destino con espectaculares vistas. Creo que fue feliz.
Un día, bajando por las empinadas cuestas de la península sorrentina, perdió el control del vehículo y ambos cayeron rodando por uno de los vertiginosos acantilados que esculpen la costa amalfitana. Me contaron que los restos del autobús nunca fueron rescatados del mar.

Los viejos autobuses son muy románticos. Todos conocemos historias misteriosas relacionadas con ellos, como la del que se perdió una noche, cerca de Schwalbach, y al que dicen seguir viendo por los montes de Taunus cuando la luna entra en cuarto menguante...

Sí, en esos autobuses viaja la vida. Una vida que se esconde de todo aquello que nos asusta, refugiándose en la estrechez de unos asientos que hacen a todos iguales mientras estamos sentados en ellos.
Claro que no todo el mundo está dispuesto a subirse a cualquier autobús. El que hace el recorrido entre la Avenida de la Dignidad y la Plaza de la Lealtad, por ejemplo, suele ir medio vacío. No es de extrañar, porque es un trayecto demasiado complicado para muchos. Y, de los que se van subiendo por el camino, tampoco llegan todos hasta su destino. La mayoría se baja, con disimulo, a medida que el traqueteo del viejo autobús se hace un poco incómodo, lo que, como es lógico, sucede en algunos tramos.
Otros, sin embargo (los menos, eso sí), permanecen a bordo, pase lo que pase. Llegan cansados, magullados... tristes, a veces. Pero prefieren eso a desertar, como los primeros, de unos principios que son imprescindibles para viajar en un viejo autobús, de esos que no tienen más calefacción que la humana, a través de la niebla de las frías madrugadas de invierno.

A mí me gustan esos viejos autobuses. Aunque todavía tenga los huesos doloridos del último viaje que hice en uno de ellos.

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