domingo, 2 de marzo de 2014

Edición limitada

En nuestros días, es  muy difícil salirse de lo común.
Todo parece hecho en serie. Hasta los sentimientos. Y tampoco resulta sencillo ser diferente a la hora de morirse.
Por eso nos llama tanto la atención encontrarnos con alguien distinto. Alguien que, por ejemplo, no se limite a aprovecharse de las circunstancias cuando le son favorables, alguien que no se arrime siempre al sol que más calienta (o al árbol que dé mejor sombra, dependiendo de la estación del año), alguien que... en fin, no merece la pena seguir insistiendo en cosas tan vulgares, frecuentes y conocidas.

Gonzalo no era así. Era leal con sus opiniones, con sus amigos, con su forma de entender la vida.
No era habitual que Gonzalo hiciera nuevos amigos. Prefería mantener a los de siempre, a los que lo eran desde la infancia, incluso a los que ya eran amigos suyos antes de empezar a ir al colegio.
Durante muchos años se empeñó en conservar y seguir alimentando lo que hubiese languidecido y, luego, muerto por causas tristes y naturales de no haber dedicado todas sus energías y su absoluta determinación para evitarlo.
Gonzalo creía en la lealtad. Conocía, claro está, el diletantismo... la facilidad con la que tantos caían en la mortal trampa de los intereses particulares que la vida iba creando, pero se negaba a aceptar su dictadura. Nunca se dejó dominar por ellos.

Cuando Gonzalo alcanzó la edad de comenzar una vida laboral, los peligros de caer en las redes de lo conveniente fueron aumentando. Y al llegar a su máximo nivel de responsabilidad y éxito profesional, estos riesgos se hicieron casi insostenibles. De hecho, lo hubieran sido para cualquier otro, pero no para Gonzalo.
Supeditó su triunfo a lo que para él fue, en todo momento, lo más importante: su verdad.

Muchos opinaron entonces que aquellas cartas con las que él mismo se obligó a jugar en esa timba permanente, llamada vida, de tahures expertos y despiadados no eran las adecuadas, pero Gonzalo no quiso jugar con esas otras, marcadas y sucias, que estaban sobre el tapete, sino con las mismas que había utilizado desde niño. Nunca le importó que fuesen de edición limitada ni que ya estuviesen tan en desuso en el mundo real.

No eran las mejores cartas para compartirlas con quienes se sentaron a la mesa con él. En la mano decisiva le tocó en suerte la dama de corazones azules y no quiso cambiarla por el comodín negro que le ofrecieron repetidas veces...
El caso es que nadie sabe si Gonzalo acabó ganando o perdiendo la partida. Sus fichas estaban en manos de otros jugadores, desde luego, pero la sonrisa, ligeramente nostálgica, que iluminaba su cara parecía indicar que o no había perdido o, al menos, no lo lamentaba.

Y aquella templada y lejana tarde de septiembre (o, tal vez, fue una fría mañana de enero), ya sin fichas sobre el viejo tapete, Gonzalo se levantó de la mesa de juego y se alejó despacio mientras se oía cantar a Adriano Celentano, a través de alguna ventana entreabierta...

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