jueves, 2 de enero de 2014

Un duro y una armónica

Pedrito siempre apostaba un duro y una armónica.
No lo hacía porque tuviera especial interés en fijar esa singular combinación para sus apuestas, pero era un chico impulsivo a quien le gustaba apostar cuando alguien rebatía su punto de vista y, al introducir, nervioso y precipitado, su mano en uno de sus bolsillos para buscar algo de valor con lo que sustentar su apuesta, siempre se encontraba con un duro y una pequeña armónica en su interior. Nunca vi que llevase ninguna otra cosa encima.
El caso es que nosotros, sus circunstanciales amigos y compañeros de juegos, nunca aceptábamos la apuesta (carecíamos de pequeñas armónicas para igualar su envite y, la mayor parte de las veces, tampoco teníamos un duro disponible para arriesgar en tan disparatados riesgos económicos).
Normalmente, las apuestas de Pedrito estaban relacionadas con El Dúo, como él llamaba a Manolo y Ramón, los componentes del por entonces exitoso Dúo Dinámico (que nosotros detestábamos y él adoraba) y, la mayor parte de las veces, consistían en que, haciendo gala de un oído propio de una lechuza, era capaz de detectar, a cientos de metros de distancia, el sonido de un lejano aparato de radio que emitía alguna de las empalagosas canciones de su amado dúo.
No considero necesario constatar que a nosotros, acostumbrados a disfrutar de una vida más emocionante y repleta de aventuras, las pamplinas del pobre Pedrito nos aburrían sobremanera. Pese a todo, tuvimos que soportar la situación con estoicismo espartano durante el año que Pedrito frecuentó la casa de sus tíos, la Pensión Martos (frente a la más tradicional Pensión Pozas - Viajeros y Estables que, por algún motivo, nos gustaba más, probablemente porque en ella no había ningún pedrito).
Nuestra paciencia llegó al límite cuando nuestro temporal vecino se empeñó en que cambiásemos nuestros interesantes juegos habituales, así como nuestras actividades detectivescas y diversiones semiclandestinas, para dedicarnos a jugar al Rey de las Espadinas (sin la más mínima duda, el juego de naipes más estúpido que conozco, cuyo único interés para nosotros residía en que siempre nos las arreglábamos para acabar persiguiendo a Pedrito por la escalera, con aviesas intenciones).

Ese fue el final de Pedrito, de su duro y de su armónica. Y, por supuesto, de la permanente amenaza de tener que escuchar al Dúo en cualquier esquina. Por algún motivo (fácil de imaginar, por otra parte) sus padres no volvieron a llevarle a pasar temporadas en casa de sus tíos y, si alguna vez volvió por allí, tíos y sobrino se encargaron de mantener discretamente oculta su presencia en la casa.


Pero todo esto venía a cuento de la facilidad que tienen algunas personas para apostar, con insistente vehemencia, por cosas absurdas y sin sentido.
Hay quien apuesta, por ejemplo, por relaciones personales insensatas, condenadas de antemano al más rotundo de los fracasos.
Y lo malo es que, como no llevan en sus bolsillos un duro y una armónica, apuestan su propia vida.
Tarde o temprano (casi siempre, tarde) acaban dándose cuenta de lo ridículo de su persistente apuesta que, con frecuencia, les ha dejado sentimentalmente arruinados y con pocas posibilidades de recuperación emocional.
Tan desubicados quedan algunos que, superada su lamentable y perniciosa relación, siguen dudando de lo evidente y se autofustigan con peregrinos argumentos, de todo punto insostenibles, que solo contribuyen a prolongar un sufrimiento innecesario.

Pedrito, al menos, tuvo siempre la precaución de llevar en su bolsillo un duro y una armónica. Puede que con la secreta convicción de que sus rivales nunca serían capaces de igualar su apuesta...

Yo, por si acaso, ya sé lo que voy a pedir este año a los Reyes.

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