miércoles, 18 de diciembre de 2013

Gentes en General

Isabelle Simonetti tenía diecisiete años y no era consciente de su belleza.
Pasaba los veranos en Le Canal, ese pequeño balneario situado al sur de Deauville que, desde hace muchos años, casi ha desaparecido totalmente de los mapas y hasta del recuerdo colectivo.

Isabelle paseaba sus diecisiete años y su melena oscura por los solitarios caminos de Le Canal, dejando en el aire un aroma suave de futuras ilusiones perdidas que pocos se atrevían a respirar, convencidos de que su inhalación podría provocar trastornos irreversibles en el ánimo.

Le Canal fue un lugar extraordinario, tal vez único, que solo existía en verano, ya que en invierno desaparecía, como Isabelle, de la geografía y de la fugaz memoria de la mayoría de las retinas, esas que dejan de transmitir impulsos al corazón cuando el desván de la noche esconde los sentimientos y estos quedan cautivos y desarmados, como el ejército rojo, hasta que vuelve a amanecer la primavera en las pupilas del alma.

Pero no todas las memorias eran efímeras en Le Canal. Alguna había que, desligada de la multitud y desde las frías tardes otoñales de la gran ciudad, persistía en sus pensamientos veraniegos y seguía respirando la brisa provocada por la morena cabellera de Isabelle cuando se inclinaba a beber agua en la pequeña fuente de la Promenade des Mûriers...

Durante muchos años, Isabelle permaneció ajena a su propia belleza. Cuando su imagen se reflejaba en las azules aguas de las piscinas, ella solo veía a una chica morena y seria, levemente distanciada de una realidad demasiado bulliciosa para su espíritu sereno y sus ojos de color avellana. Nunca llegó a apreciar el reposado fulgor que surgía, iridiscente, de su rostro de nereida siciliana, capaz de socorrer con el poder de su mirada a cualquier navegante, perdido y solitario, que surcase los procelosos mares de la vida.
Claro que esa misma mirada era capaz de mandar al garete al navío más poderoso y altivo, con independencia de la bandera que este pudiera enarbolar o del número de cañones que armasen cada una de sus bandas.

Hubo quienes nunca se refirieron a ella por su nombre. Gentes en General, decían, cuando hablaban de Isabelle. Tal vez porque nunca quisieron reconocer la vulgaridad de una vida alejada cada invierno de la bella Calypso y su ceñido bañador de plata.

Al verano siguiente, justo antes de cumplir los dieciocho, Isabelle desapareció. Ya no volvió nunca a Le Canal, que fue cayendo, inevitablemente, en los brazos sombríos de una tristeza anunciada por su ausencia.

¿Existió realmente Isabelle Simonetti? ¿O fue, tan solo, fruto de la imaginación de quienes la llamaban Gentes en General?
Yo creo que sí fue real. Dicen que alguien la vio medio siglo después y su melena seguía ondeando al viento como una veleta movida por el tiempo, que giraba, alegre, en busca del rumbo hacia Le Canal.
Pero los viejos marineros habían perdido brújula y sextante. Ya solamente un golpe de mar, inesperado y brutal, podría llevarlos a todos a ese puerto que nunca lo fue y del que un día partieron. Ese puerto al que no es posible regresar más que a bordo de la barca de Caronte.

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