jueves, 12 de diciembre de 2013

El Sr. Pellico

El Sr. Pellico vivía en el piso de arriba, justo encima de mi casa. Sin embargo, por increíble que pueda parecer, nunca le vi.
No salía de su casa. Para ser más exactos, nunca salía de la cama. Bueno, miento, salió una mañana. Harto de escuchar las quejas de su mujer y sus hijas, el Sr. Pellico aceptó ir un día a trabajar. Lo probó y no le gustó, así que, al final de la mañana, regresó a su piso y se volvió a meter en la cama. Y ya no salió más.

Por el patio oíamos con mucha frecuencia su voz: "¡No me da la gana...! ¡No me da la gana...! ¡No me da la gana...!". Inmediatamente, un breve silencio que todos los vecinos presuponíamos ocupado por los murmullos de su mujer y, de nuevo, las estentóreas voces del Sr. Pellico: "¡Pues que me oigan...! ¡Pues que me oigan...! ¡Pues que me oigan...!". A continuación, otro silencio y, tras él, acababa rematando, sin reducir el volumen, pero bajando a un tono menos agudo: "¡Pues sí...! ¡Pues vaya...! ¡Estas mujeres...!". Y el silencio volvía a reinar en el edificio.
Nadie se asomaba al balcón, nadie se paraba a escuchar, nadie dejaba ni por un momento la tarea en la que estaba ocupado. Si acaso, alguno de los estudiantes de la pensión Pozas ("Viajeros y Estables") levantaba un instante la vista del libro de derecho romano, para regresar de inmediato a su concentrada lectura, mientras exhalaba un leve y resignado suspiro.

El de esa lejana mañana fue el único intento de trabajar que se le conoció al Sr. Pellico. Creo recordar que el trabajo que probó fue el de conductor de ambulancia. Pero no le gustó y pasó el resto de su vida en la cama. Al menos (con gran esfuerzo, eso sí) lo había intentado. Desde su punto de vista, nada podían reprocharle.
Su mujer cosía, día y noche, para poder sacar adelante a sus hijas. Y si alguna mañana de verano (en invierno, con los balcones cerrados, no era tan fácil escuchar sus repetidos y vociferantes lamentos) el vecindario no oía la indignada letanía del Sr. Pellico, un sentimiento colectivo de ansiedad se apoderaba del patio. Era algo así como no oír al afilador pasar por la calle en un domingo.

Todos conocíamos las palabras que su mujer e hijas pronunciaban, en voz muy baja, durante los intervalos de silencio. Las conocíamos, aunque nunca nadie las oyó.

Un día, del que no guardo memoria alguna, la familia Pellico, tras muchos años viviendo en aquel cuarto piso, desapareció para siempre.
El casero, don Octavio (más conocido como Cantinflas, por motivos obvios, innecesarios de especificar), había vendido la finca por pisos. El que ocupaba, con tan intensivo y peculiar uso, el Sr. Pellico lo compró una señora que no inspiraba mucha confianza a los pocos que permanecieron en la casa, una vez consumada la operación inmobiliaria de Cantinflas, y convirtió la pacífica vivienda de los Pellico en una pensión (muy diferente, desde luego, a las de Pozas y Martos, ambas en la segunda planta) que pronto fue tomada por un número indeterminado de militares sin graduación; algunos huéspedes africanos, liderados por un tal Umbola y un montón de ruidosos churumbeles que jugaban al gua en la cocina.

Pero esta es otra historia.

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