jueves, 5 de diciembre de 2013

Bonjour tristesse

La tristeza, cuando no es profunda y dolorosa, es una sensación que puede llegar a resultar muy confortable. Hay a quien, incluso, le pone contento.
Y para la creación artística es fundamental.
No hay mejor poesía, por ejemplo, que la escrita bajo una tenue y melancólica tristeza. Lo mismo pasa con la música. La que más nos llega al alma es la que se transmite a través de una sosegada y armónica aflicción del espíritu. Los artistas románticos saben mucho de eso.

La suave melancolía ha inspirado a los artistas a través de los siglos. Y los que no sentían esa necesaria tristeza, han sabido sobreponerse a su ausencia, haciendo un esfuerzo para alcanzar su sentimiento, elevándolo, en los casos de mayor excelencia, hasta un estadio sublime, capaz de generar las condiciones imprescindibles para que el arte pueda producir una obra al más alto nivel de belleza.

En contraposición a esas actitudes de edulcorada, patética y forzada alegría semipermanente (tan frecuentes entre quienes utilizan la palabrería hueca y los gestos afectados para simular lo que no son capaces de sentir), la tristeza reposada, sobria y elegante ilumina nuestra sensibilidad, protegiéndola de las nocivas agresiones de la vulgaridad cotidiana.

Françoise Sagan escribió su libro con solo dieciocho años, pero fue capaz de conseguir un gran éxito de ventas (y, de paso, escandalizar a media Europa) al describir la laxitud moral de una sociedad burguesa que recordaba, sin duda, a la que había retratado Proust unas cuantas décadas antes.
La tristeza de la que habla Sagan, como la de Proust, pudiera tener un considerable porcentaje de aburrimiento y hasta de tedio, pero siempre impregnados de esa dulzura obsesiva que estimula el corazón y la indolencia. Una tristeza que, como dice Cécile, la protagonista de la novela, "me envuelve como una seda, inquietante y dulce, separándome de los demás".

Claro que la película de Preminger no se queda atrás y tanto él como sus actores y la música de Georges Auric, cantada por Juliette Greco, contribuyen a hacer aún más memorable la obra original de Sagan.

A mí también me gusta la tristeza dulce, la suave melancolía que nos transporta a los mundos perdidos, a lo que siempre fue mejor porque, en realidad, nunca existió. Cuando el pasado vuelve a nosotros retocado por el tiempo, con todas sus asperezas limadas por un oportuno olvido, es cuando la gloria del arte alcanza su cénit. Nada es mejor que ese pretérito perfecto e irreal que enciende las luces de la memoria, barnizando las alegrías con la pátina del recuerdo.

¡Qué bonita es la tristeza! Sin ella, Neruda no hubiese podido escribir esos versos en los que la noche estaba estrellada y los astros titilaban, azules, a lo lejos. Y seguro que Van Gogh tampoco habría visto esas otras estrellas en el cielo de Saint-Rémy.
Una caricia que nunca nos falta en esas madrugadas solitarias en las que la inspiración se cruza con los sentimientos del poeta.

La tristeza. Tal vez, nuestra más fiel compañera.

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