viernes, 3 de enero de 2014

De panes, tortas... y bodegones

Hubo un tiempo en el que los años comenzaban el dos de enero.
Era cuando Juan Ramón Jiménez escribía sus versos cerca del olivar en el que vivaquearon las tropas de Napoleón.

Pero eso pasó hace mucho. Fue cuando las alondras no volaban contra el viento por los campos del barbecho eterno y el pan entraba crudo en aquel horno, para salir de él tierno y caliente.
Y no es que todos los panes sean fáciles de hornear, no. Los hay complicados. Eso sí, con paciencia, buena fe y mejor harina, el panadero puede hacer panes como panes. Sin embargo, elegir, a sabiendas, el panadero equivocado es un error que puede dejarnos en ayunas.

Desde luego, todos cometemos equivocaciones, pero insistir en errores recurrentes y hacerlo hasta más allá de lo imaginable es, realmente, grave.
Ya sabemos que, a falta de pan, son buenas las tortas, pero, cuando el pan no falta, es descabellado ir tras ellas.

Tal vez tenía razón mi viejo profesor del Ramiro cuando decía que algunos estaban errados y otros, herrados (con hache, es decir, como las caballerías). Era una manera elegante de llamar burros o acémilas a quienes persisten, con pertinaz cerrazón, en equivocaciones mayúsculas.
Yo añadiría (sin ánimo de corregir a mi profesor) que cuando el error superlativo es, además, obvio y bien conocido por el que lo comete, puede que necesite la ayuda de un herrador del espíritu para solucionar su problema.

Si a un panadero orgulloso le sale un pan con aspecto y características propios de unas tortas sin levadura, lo mejor que puede hacer es reaccionar con humildad y no aferrarse a lo que ya es inútil e innecesario. Y si los sufridos receptores de las quebradizas obleas de pan ácimo han manifestado su perdón, aún debe dejar más patente su buena voluntad y propósito de la enmienda.
Ni siquiera el arrepentimiento es preceptivo, pues, si la indulgencia expresada por el consumidor es plenaria (lo que sucede en más ocasiones de las que pudiera parecer probable), es más recomendable un sencillo decíamos ayer, que enredarse en un rosario de justificaciones que pueden, incluso, tener efectos contraproducentes.

Tarde o temprano, las tortas acaban, irremediablemente, en el lugar que merecen, así que lo mejor es deshacernos, también, de la soberbia, volver a llamar a nuestro molinero de confianza y aceptar, de buen grado, la harina que nunca dejó de ofrecernos.

Y así, pensando en estas cosas, siempre acabo imaginándome la sencilla escena del bodegón de Ortega Muñoz, colgado en su pared del museo, esperando paciente a que regrese quien dejó a medias el pan, el queso y puede que hasta el vino...

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