viernes, 28 de octubre de 2016

En la última fila

Ocupar una butaca en la última fila tiene sus ventajas. Y si está junto al pasillo central, más.
Algunas son evidentes: nadie te mira ni se fija si estás más pendiente del móvil que de lo que sucede en el escenario (salvo alguien que te observe desde algún palco de los pisos superiores, claro); puedes salir de la sala sin que se den cuenta y volver a ocupar tu sitio con comodidad y discreción; si se te cierran los ojos porque el acto al que estás asistiendo se alarga más de la cuenta, pasa completamente desapercibido; los bostezos ante el previsible aburrimiento de una sesión que para ti es solo un prólogo necesario resultan invisibles para la mayoría...

Lejos quedan los tiempos en los que la asistencia era colectiva y el grupo ejercía de parapeto ante lo desconocido, incluso aquellos otros en los que la novedad era un aliciente incorporado que edulcoraba la verdadera sustancia del interés escondido que anidaba en lo más interno del apetito emocional.
Sin la protección del bullicioso grupo, la última fila adquiría un valor añadido. 

Era curioso, sin embargo, que una actuación de dos horas se hiciera más larga que diez años de abandono voluntario, pero así sucede en la vida. Diez años perdidos se pasan volando y un par de horas pueden resultar eternas.
Si un observador bien posicionado (en un palco de anfiteatro, pongamos por caso) se hubiese dedicado a reflexionar sobre ello, habría llegado a la conclusión de que esa estancia temporal en la última fila de un teatro importante tenía más consecuencias que las ya comentadas.

Una de las ventajas adicionales (mucho más importante que las antes mencionadas) es que esta circunstancia posicional (cuando viene asignada por una decisión ajena a su protagonista) sirve como elemento regulador de egos descontrolados. El hecho de que se produzca en un teatro es un valor añadido, ya que es, precisamente, en teatros y auditorios donde la vocación dramática tiende a acentuarse y las interpretaciones suelen sufrir los efectos de esa facilidad para la sobreactuación, a la que son tan proclives muchos actores improvisados.

El 'efecto invernadero' al que está sometida la soberbia acumulada (esa que se necesita, a veces, para superar problemas de conciencia) sufre un súbito quebranto, y la volatilidad del orgullo se ve afectada por el enfriamiento de la autoestima, inquietada por la evidencia de la levedad del ser, que se presenta, de improviso, como una amenaza inesperada.

Todo esto, bautizado por los expertos como el 'síndrome de la silla abandonada' (vaya usted a saber por qué), contribuye a que el comportamiento de la persona situada en la última fila se modere y humanice. Algo que llega a suceder no solo en el interior de los palacios, sino, asimismo, en sus terrazas (en especial, en aquellas que cuentan con vistas nocturnas privilegiadas).

Y es que los pequeños detalles, como la situación en uno u otro lugar de un patio de butacas, pueden producir efectos secundarios, irrelevantes para la multitud, pero susceptibles de modificar un comportamiento capaz de aburrir hasta a quien lo mantiene voluntariamente para luchar contra algo que ya casi tiene olvidado.
Puede que sea, como dijo Armstrong, un pequeño paso para el hombre (o la mujer). Esperemos que también sea un gran salto hacia la sensatez.

No hay comentarios: