miércoles, 26 de octubre de 2016

Sucedáneos

Todos vivimos a base de sucedáneos.
Sucedáneos de diversos tipos, naturalezas y grados, porque si solo tuviésemos en cuenta la acepción que a esta palabra da la Real Academia Española, nos quedaríamos muy cortos.
La Academia se empeña en restringir el uso de este concepto (para mí es más esto último que un simple vocablo) a las sustancias que por tener propiedades parecidas a las de otras, pueden reemplazarlas.
No pretendo, ni mucho menos, contradecir al organismo encargado de limpiar, fijar y dar esplendor a nuestra lengua, pero sí creo que la vida (tal vez la moderna, aunque sospecho que siempre ha sido igual) ha llevado a lo sucedáneo bastante más lejos que al significado que se da, también con propiedad, a este adjetivo cuando nos referimos a las características de una sustancia determinada.
Hoy, la más frecuente naturaleza de un sucedáneo es la de sustantivo. Y no sé si el hecho de que estén tan generalizados es una desgracia o una suerte para la humanidad.

Cierto es, nadie lo niega, que la malta y la achicoria han servido durante los tiempos difíciles para sustituir al café (valga como ejemplo del significado académico de la palabra), pero cuando los aspectos fundamentales de una vida están sustentados sobre sucedáneos (algo que es lo más habitual), la cosa alcanza proporciones mucho más relevantes.

Evitaremos aquí adentrarnos en temas delicados o polémicos, tales como la paternidad, la política, las mascotas e, incluso las aficiones deportivas, aunque de estas últimas sí podemos hacer algún símil sin herir susceptibilidades que, profundas o a flor de piel, saltan como panteras enfurecidas al ser mencionadas. En este orden de cosas, puedo referirme a un amigo que, al no poder jugar al golf por determinadas circunstancias, utilizaba el gua como sucedáneo, con la eficaz ayuda de unas canicas de barro.

El sexo es, asimismo, para un buen número de humanos (que no para la mayoría de los animales) un sucedáneo habitual, pero no siempre tiene esta condición, ya que hay un buen número de personas que lo prefieren sin la menor duda al amor, pues lo consideran menos comprometido, doloroso y arriesgado. Y eso aparte de quienes como ese amigo que, haciendo gala de una cínica socarronería (con raíces clásicas, eso sí), afirmaba que "la única diferencia entre el amor gratis y el amor de pago es que el gratis sale muchísimo más caro".
Pero tampoco quiero hablar de sexo, que no deja de ser, como la gula o la envidia, un asunto bastante vulgar. Me parece más importante referirme a las propias personas como sucedáneos de otras.
Esto nos lleva, de nuevo, a la definición de la Academia:

1. adj. Dicho de una sustanciaQuepor tener propiedades parecidas a las de otra, puede reemplazarla.

Pues sí, es indiscutible que si sustituimos 'sustancia' por 'persona', sirve para explicar lo que suele suceder.
No hay que escandalizarse. Sería durísima la vida para muchos sin estos sucedáneos humanos. Tienen múltiples ventajas. Una de ellas (y no la menor, por cierto) es la peculiaridad que ofrecen, con el paso del tiempo, de llegar a sustituir al original hasta en los casos en los que no tienen 'propiedades parecidas' (que son los más).
Desde luego, es un tema tabú donde los haya, existiendo una complicidad colectiva, arraigada en casi toda la especie, para pasar sobre él de puntillas y haciendo el menor ruido posible.

Y es que no hace falta vivir en Cherburgo ni trabajar en una estación de servicio o que tu madre tenga una tienda de paraguas para saber que esto pasa a nuestro alrededor, muy cerca de nosotros, tan cerca que a veces...

Sí, podríamos vivir sin automóviles, sin teléfonos, sin electricidad... pero muy difícilmente sin sucedáneos. ¡Qué gran invento!

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