jueves, 24 de abril de 2014

Pase sin llamar

Era una casa bonita y sonriente. Su puerta, permanentemente entreabierta, parecía invitar a todos a entrar.
Durante muchos años, por ella pasaron curiosos, visitantes, pelmas y vividores de toda índole. Y también tuvo algún ocupa que se instaló con descaro y la tomó por suya.
Sin embargo, a pesar de los ocupas, la casa siguió abierta al público, que entraba y salía de ella a su capricho.

Llegó un momento en el que la casa, cansada de abusos, malos tratos y transeúntes aprovechados, decidió poner un límite a tantos excesos. Retiró viejas botellas de licor vacías, colillas e, incluso, puede que algo más y trató de poner un poco de orden en tanto descontrol.
Luego, pensó en la manera de estar más protegida de las constantes entradas y salidas que amenazaban con llegar a estropear una puerta que quería prolongar su atractivo y moderar el trasiego al que se había visto sometida durante tanto tiempo.
Como perros y gatos habían demostrado poca eficacia a la hora de guardar la casa, decidió poner un dragón en su interior.
El dragón dio resultado y, además, gracias a él la casa disfrutó de interesantes y renovadas aventuras, desconocidas (algunas) para ella.

Florecieron las mimosas en su jardín y en él se instaló una permanente y luminosa primavera. Hizo algunas reformas para agrandar el salón de té, colocando sobre la chimenea el llamativo pendón de raso amarillo y se montaron enormes y lentos ventiladores de techo por todas partes.
La casa recuperó su pasado esplendor y el viejo blasón del marquesado de Grijalba coronó el dintel de la puerta principal.

Pero, ya que hemos vuelto a mencionar la puerta, debemos recordar que la casa siempre mantuvo entornada otra entrada lateral, hasta en los años de mayor pujanza de la primavera. Junto a ella, un símbolo sonriente, que casi todo el mundo reconocía, seguía invitando a entrar a viajeros y peregrinos.
Y tampoco hay que olvidar que desde una de las ventanas traseras se veía el mar. Un mar con barcos grandes, todos ellos con nombres de sirenas aladas y mascarones en sus proas, que contrastaban con los escondidos tras las procelosas intenciones de sus armadores y patrones.

Con el paso del tiempo, la puerta principal quedó atrancada, sellada y olvidada, mientras que la de su costado, orientada siempre al sol (gracias a un ingenioso mecanismo) se fue agrandando progresivamente para permitir el paso de mercancías y facilitar el trueque y hasta el contrabando ocasional...

Han pasado tantos años que ya nadie sabe si el dragón sigue dentro de la casa. Ni tampoco si las mimosas de su jardín siguen floreciendo a finales de enero.
Y yo no creo en esa leyenda que asegura que, algunas noches de luna nueva, cuando la Osa Mayor brilla más que nunca en el pecho del cielo, el lamento de un recuerdo rompe el silencio que se esconde detrás de los sueños perdidos en las sombras. Es más probable que lo que se escuche sea el chirrido de los oxidados goznes de la puerta lateral, al abrirse para vender, a través de ella, sentimientos olvidados a precio de saldo.

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