viernes, 4 de abril de 2014

Al olor de las sardinas

"Al olor de las sardinas el gato ha resucitado", dice la popular canción infantil.
Y, como muchas de estas cancioncillas, de aspecto inocente y poco profundo, esconde una verdad que se repite muchas veces en la vida.

Ya sabemos que, de noche, todos los gatos son pardos (esto es una realidad que deberíamos tener más presente para evitar caer en errores que se repiten con demasiada frecuencia), pero saberlo, incluso recordarlo, no es suficiente para salir airoso de todas las situaciones en las que un felino se cruza en nuestra vida.

Sin ir más lejos, me contaron la historia de un lindo gatito, como diría Piolín (no la amiga de Electra, sino el otro Piolín), que se cayó por enésima vez de un tejado y resultó tan mal parado que necesitó años de intensas atenciones para recobrar el ánimo (y el interés por una vida que había quedado muy maltrecha tras la constante reincidencia en las caídas).
El gato se repuso y pareció vivir sano y feliz durante una larga temporada, que duró tanto como la fortuna del primo del marqués de Carabás, su dueño y protector. Cuando se torcieron las circunstancias y el primo del marqués empezó a ejercer como tal (como primo, no como marqués), el gato volvió a dar síntomas de insatisfacción vital y volvió a languidecer, como cuando caía con frecuencia de los tejados ajenos.

El primo del marqués de Carabás lo estaba pasando realmente mal, entre otras cosas porque los cuidados dispensados al gato habían sido tantos y tan costosos que había desatendido durante demasiado tiempo las obligaciones de su hacienda, dando lugar a que algún capataz oportunista se aprovechase de la poca vigilancia del amo para apropiarse de una buena parte de sus pertenencias y dilapidar otras.

El gato perdió el interés por un amo que estaba en horas demasiado bajas como para satisfacer al máximo sus gatunas ambiciones y pareció entrar, sin síntomas previos, en un estado felino-comatoso crónico que acabó de empeorar la situación del cada vez más antonomástico primo (primo del marqués de Carabás, quiero decir).
El primo (al que llamaremos así, a partir de ahora, para abreviar) ya no sabía qué hacer para conseguir que el gato volviera a la vida. Este, escurridizo como la mayor parte de sus congéneres, siempre era capaz de volver la situación en su beneficio pese a su estado felino-comatoso crónico, sin importarle lo más mínimo usar sus afiladas uñas contra el primo, arañándole profundamente en el pecho.

Treinta meses (tantos como monedas de plata recaudó, unos cuantos siglos antes, su predecesor) duró la situación del gato. Y la del primo, hasta que este último se vio obligado a recitar, ante un asombrado e improvisado clodulfo, los famosos versos que, en la segunda jornada, declama el protagonista de la celebérrima obra de Muñoz Seca:
"¡Y yo en esta torre preso,
haciendo el primo!... ¿Qué dije?
El primo es poco... ¡el canelo!...
¡Martes y trece, por algo
os tomé aborrecimiento!"

Bueno, que me he ido un poco de lo fundamental de la historia que me contaron... el caso es que, de pronto, cuando más triste, melancólico y felino-comatoso estaba el gato, resucitó, como por ensalmo, al olor de unas sardinas cuyo color de plata recordaba mucho al de ese metal tan precioso que, en muchos países, llega a dar nombre al dinero y del que, precisamente, eran los denarios que recibió aquel predecesor al que ya hemos mencionado antes.


Este tipo de milagros clínicos se producen, a veces.
Por eso, como la inocente canción infantil a la que nos referíamos al principio afirma, dice la gente: ¡siete vidas tiene un gato!

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