martes, 1 de abril de 2014

La Pizza Italia

José comía todos los días en este restaurante. El viejo camarero no le preguntaba. Cuando le veía entrar y sentarse en su mesa habitual, ya sabía el menú: una pizza "Regina", una jarra de agua y un cortado.
Naturalmente, la cuenta siempre era la misma: ocho euros.

Desde aquel día de septiembre en el que descubrió que las murallas de Ávila eran de atrezzo y que el segundo crimen del Alcalá había sido aún más ruin que el primero, nunca dejó de ir a La Pizza Italia a comer. Lo hizo a diario, durante dos años y medio, sin cruzar palabra alguna con nadie y con la mirada perdida a través de los visillos que protegían la amplia ventana.
Desde mucho tiempo atrás pensaba que la pizza "Regina" que allí servían era la mejor de Madrid. El restaurante seguía exactamente igual que el día de su inauguración, unos treinta años antes. Amelia, su dueña, se había negado, permanentemente, a renovar una decoración tan austera como inconfundible. Como ella, Juan Manuel, el jefe de cocina, se había mantenido fiel a las recetas originales de una carta cuya vocación no dejaba lugar a dudas de ningún tipo.
Los camareros, ya próximos a su jubilación, parecían llevar en la casa desde su apertura, en aquellos lejanos tiempos en los que los que tomar una pizza en Madrid era, cuando menos, una extravagancia.

La Pizza Italia había seguido fiel a sus principios desde el mismo día de su inauguración y esa lealtad era una de las cosas que más apreciaba José.
Porque la lealtad es una virtud que escasea en el mundo, la verdad. Tan sujeta está a las veleidades de algunas personas y a los intereses de casi todas, que es imposible mantenerla viva por esa inmensa mayoría que solo baila al compás del viejo y poderoso caballero, tantas veces alabado y ante el que pobres y ricos se humillan.

Pero José amaba la lealtad. Y creía en ella, lo que aún es peor. No estaba preparado para aceptar la realidad de una traición vil, premeditada y cobarde, así que siguió pensando que tenía que haber una causa forzosa, obligada e inevitable, tras aquella acción tan perversa, en apariencia.
Su pizza "Regina" cotidiana le reconfortaba y, en la soledad de su sobremesa, veía todo con más optimismo, aunque, a medida que avanzaba la semana, todo volvía a oscurecerse en su muy afligido ánimo.

Todo esto siguió siendo así hasta que un día de finales de enero no fue al restaurante. Al parecer sufrió un secuestro exprés. Un secuestro extorsivo en el que no se buscaba dinero, sino algo mucho más grave: dignidad.
Tras unas cuantas horas de mentiras, pasillos, carpetillas azules con gomas elásticas y lágrimas de cocodrilo ante la evidencia de que los tiros empezaban a salir por las culatas, la verdad triunfó sobre la falsidia y la vida retomó el cauce del sentido común. Desleal, pero común.

Al día siguiente, José volvió a La Pizza Italia. Era mediodía y hacía mucho sol, más de lo habitual para un día de pleno invierno.
Estuvo a punto de pasar por delante de la puerta del local sin verlo. El gran letrero que debía estar sobre la ventana había desaparecido. Sin embargo, en la puerta había un cartel que decía: "Se Alquila". Y dos números de teléfono aparecían bajo estas dos palabras.
José trató de mirar por la ventana, pero los visillos que tan bien conocía no le dejaban ver nada. El exterior del local daba muestras de largo abandono. Incluso el cartel de la puerta parecía llevar mucho tiempo allí colocado.
Sin dudarlo un momento, José se dirigió al conserje del inmueble, entrando en el cercano portal, y le preguntó qué había pasado.
–Nada, que no lo alquilan ni a la de tres –sentenció el portero, encogiéndose de hombros–. Tendrán que bajar el precio.
–¿Desde cuándo está en alquiler? –preguntó José, confundido.
–Lleva más de un año cerrado... puede que año y medio. No hay quien lo alquile.
–Pero... –empezó a decir José. Y sin terminar la frase ni despedirse, dio media vuelta y se marchó.

Nadie volvió a verle, pero cada once de agosto, alguien que se le parece mucho pasea, solitario, por la muralla de atrezzo de Ávila.

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