miércoles, 23 de abril de 2014

El desierto de la razón

La razón es un desierto. Un desierto de noches frías y estrelladas que nos obligan a cubrir con una gruesa manta nuestros sentimientos.
Además, es un desierto tan grande que no puedes evitar perderte en él. No tiene límites. Por eso, el ser humano que vaga por el desierto de su razón durante toda su vida nunca consigue el permiso divino para entrar en la tierra prometida.

Pero es un desierto en el que existen los oasis. Unos oasis que muchas veces confundimos con espejismos, no siendo capaces, casi nunca, de distinguir los unos de los otros. En los verdaderos oasis del desierto de la razón hay vida, pero los espejismos que nos confunden están llenos de tristeza, soledad y silencio.

Cuentan que emociones de todas las edades se perdieron en el desierto de la razón y allí se quedaron dormidas para siempre, cubiertas de arena y lamentos.

Porque la razón siempre te ofrece un pacto diabólico. Como la serpiente del paraíso: la sabiduría y el conocimiento, a cambio de tu vida, de tus sentimientos... de tu corazón.
Desde luego, es una oferta tentadora en tiempos de una humanidad que persigue la sofisticación de la conciencia, tal vez a causa de una ética devaluada e itinerante que no deja de sufrir los impulsos de una corriente social alterna e inestable.

Hay quien se refugia en la razón para esconder sus propias emociones, sus deseos, sus sueños...
Durante el día, algunos desiertos, como el de la razón, pueden ser calurosos. Sin embargo, las noches son, en todos los casos, gélidas. Da igual pasarlas abrazados al orgullo o bajo una almohada rellena de forzados prejuicios. Nada nos devuelve el calor al que hemos renunciado, de forma voluntaria, por algo que ya ha sido transformado a través de un recuerdo manipulado con el fin de adecuarlo a las condiciones del momento.

La razón acepta silogismos falsos y construye teoremas indemostrables, basados en conjeturas acomodadas a hipótesis que solo convienen a corolarios revestidos de axiomas de soberbia. Son postulados ficticios que nos ciegan con sus permanentes tormentas de arena, tan frecuentes en la mayoría de los desiertos.

No propongo huir de la razón, pero todos sabemos que el exceso de luz apaga la vista y llega a generar oscuridad. El oasis de la verdad nos ofrece una realidad más auténtica. En él encontramos sombra para evitar el delirio y agua para refrescar unos sentimientos y un espíritu que necesitan la dulzura y el alimento de los dátiles.
Solo así podremos mantenernos vivos y generosos con los demás... y con nosotros mismos.

No hay comentarios: