miércoles, 9 de abril de 2014

Olvidar por decreto

Gobernar un estado por decreto es siempre una práctica cuestionada en los regímenes democráticos. Esto es una realidad que todo el mundo conoce.
Por eso resulta sorprendente que, sabiéndolo, no nos demos cuenta de lo muy peligroso que es, para la integridad psicológica del individuo, gobernarse a sí mismo por este imperativo método.

Es evidente que, salvo en casos de extrema urgencia o necesidad (que también se dan, desde luego, en la vida privada de las personas), la reflexión y el debate interno sobre la conveniencia o no de aplicar una medida determinada son mecanismos sanos para pulir y matizar, adecuadamente, lo que, en última instancia, se resuelva.

Sin embargo (y por desgracia) es muy frecuente encontrarnos con quien toma decisiones personales por imposición voluntaria. Y no siempre son precipitadas. No es esto lo determinante, sino  la obligación autoimpuesta de hacer (o dejar de hacer) algo, basándonos en la terquedad o el prejuicio, cuando no en principios peores, como el exceso de orgullo o la soberbia.
En la mayoría de estas ocasiones, quien lo hace tiene en primer plano unos árboles que impiden la visión del bosque que está detrás de ellos.

Quien autogobierna su comportamiento por decreto suele ser el perjudicado de su falta de diálogo consigo mismo, lo que, como es lógico, no solo no es recomendable, sino que suele traer consecuencias muy poco positivas.
Ahora bien, cuando los decretos con los que uno se impone una u otra forma de actuar o pensar interfieren, de forma directa, en la propia naturaleza, el resultado es malo y, encima, absurdo.

Un buen ejemplo de esto es el olvido.
Ya dijo William James que la principal función de la memoria es el olvido (algo que suele recordarnos Marçal Moliné en sus conferencias), así que no parece sensato enfrentarse a esta natural predisposición de nuestro cerebro mediante actitudes dictatoriales que traten de modificar su proceso funcional orgánico.
Olvidar por decreto significa tratar de encarcelar lo que ni queremos ni debemos borrar de nuestra memoria, obviando el sensato método de la justa valoración de lo que sentimos. Amputar los sentimientos, eliminando de ellos todo lo bueno, con el fin de castrar unas emociones que nuestro orgullo considera peligrosas para el régimen represivo que hemos decidido imponernos, cercenado la propia libertad, es un comportamiento nocivo que a nada bueno conduce.

Los que obran de esta manera se convierten en inquisidores de sí mismos y se empeñan en una lucha ociosa, perjudicial e insatisfactoria.

Debemos recordar todo lo bueno y tenerlo muy presente. Lo que hay que olvidar cuanto antes es lo malo. Si debatiésemos en nuestra cámara legislativa particular esta cuestión, llegaríamos siempre a esta razonable conclusión.
Y si, además, quienes quieren compartir con nosotros la memoria de lo bueno nos lo manifiestan abiertamente, es una insensatez temeraria no hacerlo.
Una cosa es no tener prisa en la vida y otra, muy distinta, desperdiciarla inútilmente.
No lo hagas.

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