viernes, 1 de febrero de 2013

Los girasoles

A veces, girasoles y personas tienen una conducta similar.
Hay sonrisas múltiples y auténticas que siempre recuerdan a esos brillantes y optimistas campos de girasoles que alegran noches e iluminan conversaciones, pero también existen otros girasoles humanos que tienen por costumbre volver sus dulces y efímeras sonrisas florecidas hacia el sol que más calienta.

Son girasoles de una especie antigua como el mundo, con injertos de amapola y efectos opiáceos, cuyos suaves pétalos dorados son de peligrosa y cambiante intensidad, en su leve naturaleza humana.
Yo, claro está, me resisto a creer muchas de estas historias legendarias, presentes en las tradiciones populares de tantos pueblos, sobre el mito milenario de los girasoles humanizados... pero algunas de ellas suenan tan reales que llegan a hacerme dudar.

En todo caso, me digo a mí mismo, de haber sido ciertas, sería en el pasado lejano, pues parece increíble que, en nuestros días, sigan existiendo personas capaces de mover sus conciencias en función del temporal calor de un interés precario, es decir, adquirido por tolerancia o inadvertencia de su dueño.
Porque los girasoles vuelven sus rostros hacia Helios y su carro de fuego, pero permanecen fijos en la tierra, con sus alas convertidas en pétalos de oro por la divina Neera, quien, al parecer, los dejó bajo la vigilancia de Faetusa y Lampetia, junto al ganado de Hiperión.
No es posible, sigo insistiéndome en mis calladas reflexiones, que quien conoce dónde está la virtud y dónde la iniquidad, someta a la ignominia al leal y respalde al rufián, por mucho que su circunstancia supere a su disminuido yo, dicho en palabras de Ortega. Sin embargo, parece ser que todos los girasoles son así: una y otra vez elevan su simulada sonrisa hacia el sol que más calienta... aunque éste sea incapaz de reconfortar el espíritu.

¿Cómo puede ser, entonces, que los sueños sigan volando cada noche, con Odiseo, hacia ese lugar inexistente y luminoso donde se corre el riesgo de quedar atrapado en las finas e invisibles redes lanzadas por Hefesto?
No hay respuesta a esta pregunta. O, tal vez, sea mejor no encontrarla.
Pese a todo, esos sueños infestados de girasoles son tan perfectos e insistentes que acortan las noches, transformándolas en paseos elíseos de sorprendente realismo.

Mientras tanto, los otros girasoles siguen observándonos, desde su pequeña y amarilla redondez, instándonos a que despertemos de un letargo perverso que llegó a convertirlos en un contradictorio y paradójico objeto de delirante cargo.
Hoy, con las pérfidas cañas del ayer convertidas en lanzas justicieras que amenazan a los que amenazaron y disminuido, de nuevo, el fulgor de sus cuatro blancos corceles, la tragicomedia del orgullo se tambalea, acercando a los Oniros a la vida.

Y así, anclados en su tierra de silencio, los girasoles callan. Callan y buscan un nuevo sol hacia el que girar su esbelto tallo, para entregarle la ofrenda de sus pétalos dorados, a cambio de un poco de calor que alimente las semillas de su alma embalsamada.

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