miércoles, 6 de febrero de 2013

Prescindibles e imprescindibles

El otro día, alguien me comentaba lo duro que es ser imprescindible.
Sin duda, tenía razón. Hacerse imprescindible para los demás llega a convertirse en una tarea agotadora y permanente, de la que es difícil escapar.

Se recurre a los imprescindibles para todo: trabajo, consejo, apoyo, conflictos, problemas... pero, en especial, se acude a ellos cada vez que se presenta un dilema de naturaleza económica. Y el dilema siempre acaba planteado de la misma forma: el imprescindible debe resolverlo. Hasta llega a dar la impresión de que es su obligación hacerlo, sea cual sea la causa que lo ha originado y por muy dudosa que se presuma su solución final.
Normalmente, los imprescindibles se hacen a sí mismos. Es una cuestión de personalidad, de actitud... pero también hay imprescindibles hereditarios. Y los que así nacen, como renovados portadores de la antorcha que les traspasó su padre, no tienen escapatoria posible: están condenados a ser imprescindibles de por vida. Nada pueden hacer contra su destino.

Es curioso que esto también ocurra en el terreno sentimental. Todos hemos conocido casos de madres rodeadas de hijos que solo persiguen la compañía de uno muy concreto. Incluso tías que apenas desean otra cosa que la presencia de un sobrino determinado... el imprescindible.
Igual sucede en las relaciones personales no familiares. Quienes, por el motivo que sea, tienen diversos intereses emocionales en este ámbito, no carecen de su imprescindible de turno, a quien ungen con los santos óleos de una predilección absoluta, tan peligrosa como comprometida para el elegido.

Pero, claro, si es duro ser imprescindible, peor es ser prescindible. Este otro grupo, mucho más numeroso (y al que todos, tarde o temprano, acabamos perteneciendo) es el que, en verdad, retrata la auténtica condición humana. Porque, como muy acertadamente nos recordó Machado, lo nuestro es pasar. Y, además, los caminos que hacemos al pasar, no quedan marcados en tierra firme, sino que los hacemos 'sobre la mar'. Ahí es nada.
Quienes desarrollan la lucidez suficiente como para vivir asumiendo esta realidad, sufren con más moderación los avatares de la vida. Aunque menos aún lo hacen aquellos otros que permanecen tan protegidos por su soberbia que no llegan a ser conscientes de su realidad.

Por último, queda una tercera especie que controla la facultad que podríamos llamar de la mutación ajena, que consiste en algo similar a las 'Pastillas Contra el Dolor Ajeno' de mi buen amigo y gran creativo Jorge Martínez, solo que al revés. Esta depredadora especie tiene la capacidad de crear imprescindibles a su antojo para, en un momento dado (que suele coincidir con un interés personal agudo), transformarlos en prescindibles emocionales, sin solución de continuidad.
Hay que gozar de un don natural para ello, por supuesto, pero dominar esta técnica (tal vez sea un arte, que sobre este particular no han llegado a ponerse de acuerdo los estudiosos de la materia) tiene innumerables ventajas prácticas, algunas de ellas obvias. Los que llegan a la máxima categoría, rizan el rizo (utilizando una expresión poco adecuada para el caso que nos ocupa) y no se conforman con prescindir del imprescindible, sino que lo sustituyen (por un tiempo determinado, eso sí), sacando del ostracismo más pertinaz a un prescindible consumado que tenían relegado al banquillo desde épocas inmemoriales, para que ocupe, provisionalmente, la vacante involuntaria del imprescindible defenestrado.

Y es que hay gente pa tó, como decía 'El Gallo'... o 'Guerrita', que sigue sin aclararse el verdadero origen de la célebre y filosófica frase.

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