martes, 12 de febrero de 2013

Martes de Carnaval

En el Liceo Italiano de Madrid se celebraba todos los años una gran fiesta de Carnaval. No era el único sito, desde luego, pero en aquel tiempo no eran frecuentes en Madrid este tipo de festejos.
Bueno, no eran frecuentes de una forma organizada, porque disfraces han existido siempre. Dudo que haya una costumbre más arraigada entre los humanos que ponerse caretas y cambiar una chaqueta por otra, cuando la ocasión lo requiere.

Williams y su fiel lugarteniente, Giovanni Paolo, urdían sus pérfidas añagazas para capturar a la muchacha vestida de verde y su amiga, la geisha del mar... pero eso fue en un lejano invierno que prometía convertirse en una primavera que nunca llegó.
Sin embargo, las máscaras venecianas no han dejado de trabajar durante lustros para ocultar la verdad y fingir una belleza que no trasciende del exterior, aunque cubra el alma con dorados oropeles.

Todos hemos conocido antifaces espirituales, que no ocultan la cara, sino los sentimientos. Y lo hacen con la sofisticada precisión y la reputada elegancia de los maestros artesanos de La Serenissima, cuya tradición centenaria es fuente de inspiración constante para quienes viven con el corazón permanentemente travestido.

Curiosa paradoja la de la carnalidad convertida en falso espíritu del bien, que mira, una y otra vez, su propia imagen camuflada en el espejo de la virtud escarnecida. Máscaras con vida propia que usurpan la vida de quienes se dejan cubrir por ellas, sepultando para siempre sus sentimientos tras el brillante cartón y las delicadas plumas que nunca pudieron volar más allá de la soberbia.
Son aves sin nido que giran sin cesar sobre la confusa realidad de un reclamo peregrino, sepulcro blanqueado de un alma secuestrada por el error temprano que condicionó su vida.

Hoy desfilan en sus azules carrozas, festejando su gran día, rodeadas de un cortejo efímero como su gloria, alejadas ya de aquellos latidos acelerados que fueron su cobijo vespertino.
Pero una lejana música sigue sonando en sus oídos, trepando, cual aquella recordada hiedra, por su cuello... enredándose en su pelo, bajo las sedas que adornan las hieráticas caretas festivas, prestadas con intereses por el destino.

Y es que todo pudo ser verdad, pero una mañana Astrud Gilberto cantó su eterna canción, llenándonos el alma de tristeza, y ya nada volvió a ser igual.
Desde entonces, todos los martes de febrero parecen colgados de esas almas muertas que tienen la máscara de la tristeza clavada para siempre en el corazón.

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