lunes, 25 de febrero de 2013

Hoy es siempre todavía

Es el verso que más me gusta de Machado. Un verso que es un poema completo.
Pero, en realidad, es mucho más que eso. Para mí es un auténtico tratado de filosofía, condensado en una sola línea. Una línea que es, a la vez, hipérbaton y epigrama, con suave apariencia de paradoja. Sin embargo, tiene un fondo de racionalismo cartesiano, matizado por la mano de un poeta que se resiste a hacer de la tristeza una condena.
Yo veo en ese verso algo del encendido canto a aquel olmo seco, hendido por el rayo, cuya rama verdecida sigue hoy iluminando la esperanza de quienes creemos que es posible retroceder en el tiempo.

Leí, una húmeda y triste tarde de invierno, sobre la olvidada lápida de una perdida tumba, escondida en un rincón sombrío de un recóndito cementerio, un epitafio que helaba la sangre en las venas. Bajo el alado nombre grabado en la fría piedra, alguien que, sin duda, fue amante, también, de la poesía de Machado, había mandado escribir estas dos frases lapidarias: Ayer fue siempre. Hoy es nunca.
Pocas lecturas me han impresionado tanto como esas seis palabras, labradas en el mármol de aquella retirada sepultura.
Mi imaginación voló hacia un lugar desconocido en el que, tal vez, un sueño que fue posible no llegó a hacerse realidad por el silencio empecinado de quien, confundiendo soberbia y dignidad, arrancó las hojas verdes que las lluvias de abril y el sol de mayo habían regalado al viejo olmo de la colina que lamía el Duero... truncando para siempre otro milagro de la primavera.

¿Por qué no llevaremos todos grabado en el corazón este verso de Machado?
¿Cuándo dejará de avanzar la humanidad enarbolando la fúnebre bandera del negro orgullo, que nubla la razón y oscurece la esperanza?
No acierto a descubrir una respuesta convincente para mis preguntas, pero tengo la seguridad de que quien, como yo, se encuentre, frente a frente, con aquella concisa y solemne inscripción, tan terrible y auténtica, reflexionará sobre las alternativas que la vida le regala, antes de enterrar su alma en la fosa común de los que convirtieron en nunca lo que seguía siendo siempre.

Cierto es que he sentido, intermitente, una leve brisa que bajaba desde las colinas del sentido común para recorrer el valle de la buena voluntad, pero su tímido soplo no llegaba a hacer girar las aspas de los graves molinos del prejuicio; esos que se alzan, imponentes, sobre los interminables campos de la mancha de la conciencia. Una mancha por la que están condenados a vagar eternamente los alonsos y las aldonzas que luchan contra gigantes colosales y entumecidos, topando siempre con la altiva iglesia que levantó sus muros de vanidad sobre los cimientos de unos sentimientos castigados al destierro.

Pese a ello, todo es posible antes que rojo en el hogar, mañana,/ardas de alguna mísera caseta,/al borde de un camino;/antes que te descuaje un torbellino/y tronche el soplo de las sierras blancas;/antes que el río hasta la mar te empuje/por valles y barrancas...
Después, ya no lo será. Después ya no será, como es hoy, siempre todavía. Después... será nunca.

Y eso es tan tarde que ni siquiera quedará el consuelo del llanto.

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