viernes, 16 de julio de 2010

Inopia

En uno de sus nueve libros, Herodoto habla del lejano reino de Inopia, una remota ciudad-estado que estuvo situada en algún lugar de Mesopotamia y que desapareció en la noche de los tiempos.
Su legendario rey, Ocap, vivió una epopeya singular, que a punto estuvo de cambiar el curso de la Historia.
Cuenta Herodoto que Ocap, volviendo a Inopia desde Nínive, se encontró con Amolap, la heredera de la musa Polimnia. Amolap le explicó que huía con su pequeña hija Atimolap de un lugar en el que la luz era arrancada de los ojos para enterrarla en bosques negros y húmedos, donde nunca sonreía el alba. Ocap, impresionado por la tristeza de Amolap, la dio de beber en la copa de la sabiduría, el sagrado talismán de diamante de Inopia, gracias al cual su pueblo se mantenía siempre libre y feliz.
Amolap volvió a nacer al beber de aquella copa y juró lealtad eterna a Ocap, quien dejó la copa al cuidado de Amolap cuando tuvo que marchar al escondido país de Yerg, confiando en la palabra de la hija de la musa.
Volvió Ocap y encontró a todos en Inopia perdidos, sin remedio, entre el tiempo y el espacio. La copa sagrada y Amolap ya no estaban en su reino.

Por veinte largos siglos, Ocap vagó entre Sumeria y Anatolia, buscando infructuosamente a Amolap, sin dejar de creer nunca en su lealtad.
Cuando ya casi había desistido de devolver a su pueblo la consciencia y el símbolo de su libertad, el hechicero Allertsealam le reveló que Amolap estaba presa en la esfinge de Idirug, retenida por la maldición eterna de los dioses del olvido y la venganza.

Con la ayuda de Otiuqap, copero del reino de Utopía, la valerosa nación que durante dos milenios había compartido el destino de Inopia, Ocap atravesó el Eúfrates y alcanzó la siniestra y desolada llanura de Idirug, donde se escondía la terrible esfinge, construida con las vidas de millares de esclavos utópicos que fueron hechos prisioneros en las crueles y constantes guerras libradas por la supervivencia de su nación.
Ocap llegó a Idirug con sus fuerzas muy mermadas. Veinte siglos de vagar por el desierto habían debilitado su armamento, reducido sus defensas y agotado su intendencia y su moral.

Pese a ello, desplegó a sus dragones alados asirios y se dispuso para el ataque.
Frente a él, surgió de la esfinge un terrible y poderoso ejército. Los negros uniformes de los pérjuros acadios, destacaban entre la inmensa marabunta de gigantes hipocritas, aquella terrible raza de renegados sumerios que habían hecho de la traición y la maldad su ley y su doctrina. Los flancos de las innumerables tropas enemigas estaban cubiertos por mesnadas de fánaticos, la tenebrosa secta hitita cuya religión adoraba a becerros de oro, bañados con sangre de corazones utópicos.

Los dragones alados se lanzaron, en un ataque suicida, contra aquel ejército mil veces superior.
Ocap desoyó los consejos de sus fieles Allertsealam y Otiuqap y se entregó, con decisión, a una batalla que sólo podía tener un desenlace fatal.
Sin embargo, en contra de toda lógica militar, las fuerzas de Ocap se abrían camino hacia la esfinge, abatiendo con sus espadas de fuego a cuantos pérjuros, hipocritas y fánaticos salían a su encuentro, y dejando tras de sí un campo de cuerpos que nunca tuvieron alma, de cuyas heridas brotaba sangre negra y nauseabunda.
Ya parecía que el milagro iba a obrarse. Apenas separaban unos pasos a Ocap de la entrada de la esfinge, cuando Amolap apareció sobre la cabeza de mujer del monstruo de piedra, levantando al cielo la copa sagrada de Inopia. La sostenía invertida, sujetándola con las dos manos en un gesto inequívoco de ofrenda ritual.
La escena de la batalla quedó congelada por un instante y todas las miradas se unieron en la figura de mármol animado de Amolap, la hija de Polimnia. Pronunció unas palabras en lengua sumeria, que se clavaron en Ocap como un dardo envenenado, y lanzó la copa contra la espalda pétrea de la esfinge.
De nada sirvió el grito mortal de Ocap. Ni su intento desesperado de evitar lo inevitable. La copa de diamante tallado saltó en mil pedazos y, antes de que éstos llegaran al suelo, otras mil lanzas atravesaron el corazón encogido del rey de Inopia, que murió con sus dragones alados sin recuperar la paz de su pueblo, condenado desde ese día a vagar eternamente, junto a los valientes defensores de la vieja Utopía.

Ningún arqueólogo ha encontrado las ruinas de Inopia. Ni las de Utopía. Pero yo sé que soñé, una noche muy, muy larga, que creía vivir entre los muros de Utopía, cuando, en realidad, nunca había dejado de estar en Inopia.
Uno de esos sueños estúpidos que todos tenemos.

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