lunes, 5 de julio de 2010

Se me olvidó otra vez

Nunca he tenido muy buena memoria, es cierto (algunos dicen que afortunadamente), pero tampoco soy como Varela, aquél viejo compañero del Ramiro que era incapaz de recordar nada.
Me acuerdo muy bien de los sueños, por ejemplo. Es raro que sueñe con un delfín o una tortuga y se me olvide. Incluso soy capaz de recordar otros sueños más elaborados y comprometidos, hasta sueños de promesas infinitas que volaron con un viento calculado de perfidia.
Sin embargo, hay cosas que se me olvidan de forma recurrente. Por eso es bueno apoyarte en la rutina. La rutina te ayuda a recordar. Ir a los mismos sitios a los que has estado yendo durante, digamos, cuatro lustros, comer en los mismos restaurantes, andar por las mismas calles, sentarte en los mismos bancos, escuchar la misma música, aparcar el coche junto a los mismos parques...

Hay muy poco apego a la memoria. A la memoria clásica, me refiero. Porque hay otra, la memoria Cheiw, que tiene muchos más adeptos. Y adeptas.
La Cheiw es una memoria elástica. Sus propiedades son singulares, si bien resultan muy convenientes en la mayoría de los casos.
Su principal ventaja no es, en contra de lo que pudiera parecer a primera vista, la extraordinaria elasticidad que desarrolla, sino su adaptabilidad a las circunstancias. Los expertos en memoria Cheiw hacen hincapié en que la elasticidad sin adaptabilidad no es virtud, sino un grave defecto, nada indicado para superar con éxito los avatares que nos depara el destino.
Gracias a la perfecta combinación de ambos atributos (elasticidad + adaptabilidad), la memoria Cheiw se estira justo cuando conviene y se encoge, hasta límites insospechados, en las ocasiones adecuadas (que suelen ser abundantes).
También es preciso destacar que la capacidad de encogerse es mucho más importante que la de alargarse, ya que recordar suele acarrear muchas más complicaciones que olvidar.
La memoria Cheiw es, además, selectiva, cualidad con la que remata su complaciente naturaleza.
Nació junto a la costa mediterránea, pero pronto se extendió por muchas ciudades, de Schwalbach a Bagshot... de Sintra a Montbrió. En Madrid adquirió su máximo esplendor, entre la última década del pasado siglo y los primeros años del nuevo milenio.
Pronto desbancó a la vieja memoria tradicional, muy poco adaptada a unos tiempos en los que las veletas cambian gallos por camaleones.

Pero se me ha ido el hilo de mi historia. Lo que ocurrió fue que mi pobre memoria convencional me jugó una mala pasada. Me empeñé en la rutina habitual en estos casos, la de la canción: no me quise ir, me quedé en el mismo lugar, con la misma gente...
No me sirvió de nada. Se me olvidó otra vez que el desierto es patria de arena, bañada en espejismos. Se me olvidó otra vez que la distancia es el tiempo... que los besos son suspiros.

En el desarrollo del trabajo publicitario es oportuno que el estiramiento de la memoria se produzca, más bien, en el proceso creativo, mientras que debe coincidir el movimiento inverso con la hora de inscribir la pieza en un festival. Son recomendaciones obvias, claro, ya que no quiero ni imaginarme las consecuencias de que los momentos extremos de la elasticidad tuviesen lugar en los mismos instantes, pero al contrario.
Mi amigo Marçal Moliné mantiene que la principal función de la memoria es el olvido. Este postulado es relevante para la publicidad, que no lo tiene suficientemente presente en su trabajo diario, aunque haya profesionales en nuestro sector cuya especialidad es acordarse de olvidar. Una bonita paradoja. Yo, pese a mi perjudicada memoria, tengo bien presente a quien hace de esta figura de pensamiento su modus operandi vitalicio. Y no es un trabajo sencillo el suyo, no, porque corre el riesgo permanente de olvidarse de olvidar, que el olvido es, también, muy traicionero... te falla en cualquier momento y... ¡zas! ya te has acordado de algo que querías olvidar.

Cuando apareció la televisión, muchos creativos fueron olvidándose de la prensa y, más aún, de la radio. Ahora, la pujanza de los medios interactivos digitales acompleja a quienes están convencidos, en su fuero interno, de que la televisión sigue siendo el medio rey. Todos los días leemos que la publicidad "analógica" está sentenciada, muerta... y casi enterrada. No hay foro, conferencia o seminario en el que no se nos asegure que la imparable realidad digital ha dado finiquito a los apolillados y decrépitos comerciales televisivos.
Por eso resulta curioso que los grandes festivales, cuyas categorías se han reproducido como por esporas, sigan poniendo a la "vieja" televisión en el lugar de honor de sus programas. También es llamativo que muchos sean tan cabezotas y sigan considerando como los más valiosos a los premios conseguidos en esta disciplina. Deben ser cosas de los desmemoriados publicitarios.
Se ve que se les olvidó otra vez que la televisión ha muerto.
Como a mí, que se me olvidó otra vez que el dos puede ser un número impar.

No hay comentarios: