lunes, 19 de julio de 2010

El mar como escondite

Corsarios y piratas lo utilizaron para ese fin, con irregular fortuna.
Esconderse en el mar es como hacerlo en el desierto. Sirenas y escorpiones han sabido encontrar en uno y otro el mejor lugar para desaparecer sin dejar rastro.
Porque pueblos y ciudades no son suficientemente seguros para quien necesita huir de la verdad. Cualquier esquina, cualquier semáforo nos puede dar una sorpresa inesperada. Aunque hay cosas inesperadas a las que estamos aguardando constantemente y también hay quien se esconde de lo que más desea, no lo olvidemos.

Hay agencias, por ejemplo, que sueñan con ganar un gran concurso, pero no participan en casi ninguno. Y no es fácil ganar así, claro. Bien es cierto que hubo quien ganó un premio en la lotería sin jugar, pero no es lo habitual, porque es complicado encontrarse un décimo en la calle y que, encima, esté premiado. Los veteranos de la industria me dirán que conocieron casos de agencias que ganaban concursos sin estar entre las oficialmente convocadas, pero es que, a veces, la publicidad y la vida te deparan curiosas casualidades.

Alimañas del desierto y monstruos marinos buscan refugio en los laberintos de la nada, en esos inmensos crucigramas en blanco donde es posible ocultarse hasta de la propia conciencia (si es que la tuvieran unas y otros).
El mar ofrece muchas posibilidades para huir. Los caminos son infinitos, podemos divisar la bandera que enarbola quien se nos acerca a muchas millas de distancia... y siempre nos queda el recurso de la inmersión. Sobre todo a las sirenas.

En cuanto llegaba el verano, María se ponía el pantalón corto y las Superga azules y ¡hala!, al barco. No importaba que los fines de semana fueran tristes, que siempre hiciera frío o calor cuando se deseaba lo contrario... para eso estaban los chubasqueros rojos y las gorras (mejor si éstas, también, eran azules, para hacer juego con las playeras).
Allí, en alta mar, lejos de la costa, se sentía un poco menos insegura. El problema surgía cuando los impertinentes delfines se empeñaban en acompañar al barco. No podía evitar que sus caras sonrientes le recordasen a alguien.
Los puertos, sin embargo, no eran de fiar. En cualquier supermercado se llevaba una un susto. Ni siquiera las islas eran lugar seguro.

El problema del mar son los Pájaros de Formosa, esa rara especie de aves marinas, capaces de atravesar océanos y posarse en las jarcias, en el foque, en el trinquete... Por los siglos de los siglos, las sirenas han huido de ellos, sobre todo de viernes a lunes.
"No hay justicia en la tierra, volvamos a la mar", cantaba Roque, el contramaestre de Marina. ¡Qué gran excusa! Dice la leyenda negra que así nacieron las sirenas: ninfas inocentes que, amenazadas y maltratadas por los hombres, tuvieron que esconderse en el mar.
Sabemos que Homero nos engañó. Ulises no pidió ser atado al mástil, al revés: sus hombres querían hacerlo, pero él, con su proverbial habilidad, siempre se soltaba y se lanzaba al mar, tras ese canto dulce y terrible. Nunca regresó a Ítaca. Y Penélope nunca pudo dejar de tejer y destejer.

María tampoco puede dejarlo: teje mientras observa a los delfines desde la cubierta y desteje cuando baja al camarote del armador.
Ella piensa que el verano es propicio para usar el mar como escondite. Sin Pájaros de Formosa sería un lugar ideal, pero esas aves, con gesto de dragón, lo ven todo, lo saben todo. No inspiran ninguna seguridad a náyades, oceánidas y nereidas... Pese a ello, no hay más remedio que seguir obedeciendo y embarcarse, porque el contrato así lo estipula.
Y, además, de todos es sabido que, donde hay patrón, no manda marinera. Aunque tenga cola y alma de sirena.

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