viernes, 14 de junio de 2013

La cara oculta de las farolas

Que la luna tiene una cara oculta, lo sabe todo el mundo. Claro que, al final, resultó que la cara no visible era muy parecida a que veíamos desde aquí abajo, lo que hay que reconocer que nos decepcionó un poco.

La parte positiva de esto es que la luna no nos estaba engañando descaradamente, enseñándonos una cara a nosotros y otra al espacio sideral. No cabe duda de que esto es algo digno de agradecer, sobre todo en los tiempos que corren.
Pero no todo lo que brilla en el cielo de la noche es luna. A veces, cuando las nubes lo permiten, también podemos disfrutar de una suave luz estelar, matizada y agradable, aunque muy poco intensa, eso sí.
Luego están las farolas. Las farolas dan una luz interesante, poderosa, limpia. Algunas de ellas llegan a competir con la luna, confundiendo a esas almas románticas y bondadosas, dispuestas a aceptar "pulpo" como animal de compañía (ahora ha quedado demostrado que lo era, gracias al ya famosísimo Luiz Antonio). Y ya no digamos si la luz de la farola se matiza con las tupidas ramas de un árbol en flor.

En cualquier caso, la realidad es que el mundo está lleno de farolas. Hay muchas más farolas que lunas (al menos en nuestro planeta, porque creo que en Júpiter es al revés) y eso provoca, aparte de muchas confusiones como la ya mencionada, que las farolas más espabiladas tomen ventaja de su número y  suplanten a lunas, cometas y luceros con relativa facilidad.
Aunque no es solo es esto lo que las coloca en tan favorable situación para el engaño. También influye, en gran medida, la natural predisposición de los hombres para dejarse embaucar. Y es que una farola de rostro sonriente y luminoso tiene mucho poder de influencia sobre los seres humanos, tan necesitados ellos de luz en las largas noches del invierno.

Hasta aquí, nada sería malo, sino, por el contrario, muy beneficioso y oportuno para una raza tan extendida como la humana que tiene obvia escasez de lunas. Las farolas podrían ser, de esta manera, una excelente alternativa para esos hombres que, huérfanos de luz, necesitan algo a lo que agarrarse, incluso cuando están sobrios.
Y aquí llegamos al verdadero problema de las farolas. Su cara oculta. Un derecho que nadie debería negar a las farolas. Si la luna, tan elogiada por todos (ya sean poetas o iletrados, nobles o villanos, banqueros o hipotecados) tiene cara oculta, ¿por qué no han de tenerla las farolas? Nadie ha sido capaz de rebatir con éxito este sólido argumento de nuestras luminosas amigas.
Lo triste es que, amparadas en él, algunas farolas presentan una cara oculta perversa y desleal. Un lado oscuro desconocido y tenebroso, que solo enseñan cuando el particular interés de la farola intuye que le puede resultar conveniente. Es patético ver, en esos casos, como farolas que se sostuvieron en pie durante las duras y desapacibles noches de tormenta gracias al abrazo de un hombre que las confundió con la luna, se apagan, voluntariamente, para ensombrecer un camino que, muchas veces, está en su encrucijada más difícil.

Aún más penoso es comprobar que ni siquiera son capaces de responder a cuestiones menores, intrascendentes... en asuntos sencillos que la farola podría resolver sin apenas usar esos vatios que tiene reservados para sus nuevas y más altas perspectivas. Porque es verdad que las farolas crecen. Sobre todo, las que tuvieron una fuente de alimentación potente en aquellos decisivos momentos en los que sus cables presentaban riesgo flagrante de tener una derivación fatal o un cortocircuito irreparable.

Farolas de cara oculta que abandonan en la penumbra a quien encendió su luz.
Lánguidos y enjutos centinelas que cierran los ojos a la verdad... farolas mudas que suben y suben en una permanente escalada de efímera soberbia hasta que, un día, acaban cayendo desde lo más alto de su orgullo sin que ya las espere abajo un brazo amigo que pueda sujetarlas antes de que se estrellen contra el suelo amargo de su infinita y solitaria tristeza.

martes, 11 de junio de 2013

Sueños de cristal

Mitsuo Miura imagina recuerdos cada vez que visita el Palacio de Cristal del Retiro.
No me sorprende, la verdad, porque es un lugar que estimula los recuerdos y, también, los sueños. Una vez, hace ya mucho tiempo, pasé una noche junto al Palacio de Cristal. Fue una noche estrellada, sin luna, cuando junio aún no era ese mes diferente que, más tarde, perdería lo que le distinguía de sus once compañeros de calendario.
Las estrellas son muy luminosas cuando no hay luna. Y más, aún, si se reflejan en un pequeño y tranquilo lago como el que reposa bajo las escaleras que acceden al palacio que construyera Ricardo Velázquez en el ya muy lejano 1887. A mí me gusta recordar que el cristalino palacio madrileño tuvo un hermano mayor en Hyde Park. Un hermano que murió, desterrado, en un fatídico incendio. ¿Cómo pueden arder el hierro y el cristal?, me pregunto con frecuencia...

Soñar en esas circunstancias es muy fácil. Se escucha siempre una música dulce y suave, entrecortada, en aquel tiempo, con el rugido de algún león perezoso de la no muy distante Casa de Fieras, un león que, encerrado en su pequeña jaula, añoraba, sin duda, la inmensa sabana del Serengeti.
Ahora no quiero volver. ¿Para qué? ¿Para imaginar recuerdos invisibles como el artista japonés? Algunos sueños, igual que el palacio, son de cristal. Demasiado frágiles, a pesar de la sólida estructura sobre la que unos y otro fueron construidos.

Miura ve columnas en el interior del Palacio de Cristal. El otro Miura, Miguel, veía, a través de los ojos de uno de sus personajes, las diminutas lucecitas del puerto. Y se las enseñaba, desde el balcón de su hotel, a cuantos huéspedes ocupaban su mejor habitación... aunque, en realidad, don Rosario (que así se llamaba el personaje) no veía nada, a causa de su vista débil.
Eso pasa porque todos queremos ver lo que un día nos gustó. Y, a veces, lo vemos... aunque tengamos la vista débil... o la memoria, que es un mal muy frecuente.

A mí se me ocurre que, tal vez, fueron esos sueños frágiles, pero intensos, los que provocaron el imposible incendio del hermano mayor londinense de nuestro palacio. Claro que también es probable que alguien destruyese, intencionadamente, el Crystal Palace para borrarlo de su recuerdo para siempre.

En el paseo que bordea el lago artificial que enmarca la que, en mi opinión, es la más bella imagen del Retiro madrileño hay una pequeña gruta, que nos recuerda a la vecina jaula del oso pardo, hoy ya vacía, por la que me gustaba pasar entonces, cada vez que visitaba mi rincón favorito del parque. Pero, sin duda, la escalera que se sumerge en el lago es su detalle más especial. Por ella bajaban, cada noche de junio, las intangibles ninfas del estanque, saliendo de la imaginación del poeta... o del fantasmagórico invernadero que acogió a la tropical flora filipina cuando aquellas islas aún eran españolas.

Los sueños suelen ser de cristal, sí. Es una de sus características más notables y frecuentes. Por eso no es raro que muchos se hayan quedado encerrados en este palacio. Los sueños nacen con vocación de ser efímeros, como el Palacio de Cristal del Retiro, pero ocurre que, en ocasiones, se quedan con nosotros para siempre.
Lo mismo le pasó a esa gran estructura, etérea y transparente, que nos devuelve a esas noches sin luna que duermen en el alma de los que no se han dejado atrapar por el silencio del orgullo.

martes, 4 de junio de 2013

Minúsculos baobabs

Los baobabs suelen ser árboles de gran tamaño, aunque hay quien apunta, no sin razón, que casi todo lo que crece mucho, algún día fue pequeño. Supongo que a los baobabs también les pasa.
Aparte de sus considerables dimensiones, este árbol africano tiene unas características morfológicas que le diferencian de casi todos los demás. Una de ellas es su enorme tronco de forma de botella, pero aún es más singular su curiosa y despoblada copa, que nos hace pensar que es un árbol que ha crecido al revés, con las raíces apuntando al cielo y su verdadera copa bajo tierra.

Sin embargo, no es así. Al igual que ocurre con tantas otras cosas en la vida, las apariencias engañan en el baobab.
Hay muchos baobabs humanos por ahí sueltos que nos enseñan algo que parece lo que no es. Sentimientos que simulan elevarse hacia lo más alto, con grandeza y solidez, lanzando sus falsas raíces al infinito, cuando, en realidad, esconden sus verdaderas intenciones bajo tierra.
Algunos de estos seudobaobabs también presentan una apariencia equívoca en otros aspectos de su naturaleza. Y esto puede llegar a afectar a la propia percepción de su tamaño, pues cuando creemos que algo es bueno, lo vemos más grande de lo que es. Toman ventaja estos pequeños árboles personificados de lo que simulan y, cual espejismo africano (más propio, eso sí, de zonas desérticas que del habitat nativo del baobab), aprovechan la desproporcionada y creciente percepción del ingenuo para convertirse a sus ojos en lo que no son ni nunca llegarán a ser.

¡Qué razón tenía el Principito de Saint-Exupéry! Él vio claro el peligro que representaban los baobabs en su mundo. Por eso estaba empeñado en arrancarlos cuando todavía eran arbustos.
Porque los baobabs, los baobabs humanos, son nocivos para la salud del espíritu. No hay que olvidar que el corazón de la mayoría de las personas es como un niño: siempre espera lo que desea. Eso lo coloca en clara desventaja frente a los baobabs que crecen delante de sus ojos, impasibles ante esa riqueza que no es posible comprar ni vender, pero que, a veces, se regala. Y a los baobabs que se instalan en nuestro corazón se les suele regalar.
Mientras tanto, ellos, como los del asteroide del Principito, no dejan de infestar con sus semillas los desprevenidos pericardios de sus víctimas, quienes los siguen viendo grandes, diferentes y mejores, aunque sean pequeños, comunes y peores.

Es importante eliminar de nuestras vidas a los baobabs y, para ello, hay que saber reconocerlos cuando están empezando a desarrollarse en el alma, en el corazón, en el espíritu...
Después será demasiado tarde y estaremos bloqueados por un bosque de minúsculos baobabs, que serán gigantescos para nuestro ánimo y obstruirán la voluntad. No nos será posible deshacernos de ellos y, cada noche, en la soledad del sueño, volveremos a encontrarnos con sus copas que parecen raíces que miran al cielo, con sus troncos firmes y tersos que recortan su silueta sobre el sol a la caída de la tarde... y con su terrible base clavada en lo más profundo de nuestra vida.

martes, 14 de mayo de 2013

Las tardes azules

Dicen que hubo un tiempo en el que todas las tardes eran luminosas y azules.
Pero yo no lo creo. Yo, más bien, tengo la sensación de que las tardes siempre son grises y tristes. Puede que las mañanas sean otra cosa... pero las tardes, no.

Sin embargo, me sigo encontrando con gente que insiste en que hubo tardes azules. Tardes en las que el intenso color del cielo se veía recortado por paredes de patios, por fachadas de edificios, por árboles floridos en las aceras de una ciudad de luz transparente.
He estudiado con detenimiento estas afirmaciones tan osadas y no encuentro nada que las justifique. Durante los últimos años he recorrido cientos de manzanas de calles con nombre de poeta, de avenidas de países tropicales y lejanos, incluso he buscado en docenas de ciudades, siempre mirando al cielo, por si en algún rincón inesperado me encontraba, de pronto, con una de esas tardes azules de las que hablan... y nada, ni rastro de ellas. Creo que son una leyenda urbana. Lo único que he conseguido con tanto mirar al cielo ha sido, de vez en cuando, darme un golpe con un banco vacío en un parque o tropezar con un coche no muy grande que estaba aparcado donde no debía.

Y el caso es que yo he soñado alguna vez con tardes azules. Pero, claro, eran sueños. Los sueños son muy engañosos. Uno suele dejar volar su subconsciente hacia universos imaginarios en los que la vida es dulce y la verdad, firme.
En los sueños pasa de todo. Existe el amor, la lealtad, la amistad desinteresada...
La otra noche, sin ir más lejos, soñé con una habitación en penumbra. Sobre mi cabeza giraba, lento, un gran ventilador de techo. Una suave melodía de Agustín Lara surgía de algún lugar, envolviendo el oído y el alma. Me parece que yo acababa de despertarme, tumbado sobre las sábanas de una cama grande que ocupaba la mayor parte de la estancia. No podía moverme porque estaba atrapado por una hiedra fuerte y resistente, que crecía de las retorcidas patas de las mesillas, del cabecero de la cama... de la pared. Intenté incorporarme, pero no pude: la hiedra me tenía atrapado. Giré mi cabeza hacia la ventana y pude ver, por un pequeño resquicio, un cielo intenso, potente, luminoso. Era una tarde azul. Quise alargar una mano hacia ella...

Estoy firmemente convencido de que las tardes azules no existen. Es cierto que la mitología clásica habla de los Campos Elíseos, aquella región del Hades, bañada por el Aqueronte, el Lete y el Mnemósine, en la que las tardes eran azules y eternas. Pero la mitología, como los sueños o las religiones, suelen contar las cosas de forma metafórica, sin excesivo rigor científico. ¿En qué parte del inframundo están hoy esos paisajes verdes y floridos? ¿Es preferible beber allí de las aguas del Lete para olvidar la vida anterior o hacerlo de las del Mnemósine y recordar eternamente?

Las tardes azules jamás fueron una realidad. Apenas una utopía, una quimera, una perversa ensoñación que impulsa al iluso a su búsqueda, como si se tratase de un nuevo conquistador persiguiendo su fabuloso dorado personal.
Nada parece probar la veracidad de las tardes azules. ¿Por qué, entonces, seguimos conservando el frasco que, un lejano día, nos entregó la madre de las musas?
Tal vez porque las tardes azules son suaves mentiras que el tiempo te clava con su mano helada... tardes eternas y azules.

Ecología emocional

En aquel remoto mundo no había problemas ecológicos de carácter medioambiental. Sin embargo, el Gobierno Planetario Unificado (GPU) demostraba una gran preocupación por una nueva corriente libertaria que estaba empezando a propagarse por todas partes y que podía llegar a poner en peligro el control absoluto que el GPU tenía sobre los ciudadanos.
Un grupúsculo emergente que se hacían llamar a sí mismos SL (Sociedad Limitada, según el GPU - que trataba de minimizar la importancia de la revuelta -, y Sentimentales Leales, según la propia denominación de sus componentes) sostenían una revolucionaria teoría que defendía la lealtad a los propios sentimientos, en oposición a la norma establecida por la sociedad (y fomentada por la clase dirigente) que mantenía la doctrina contraria, es decir, que los sentimientos solo eran lícitos en función de su conveniencia práctica (a ser posible, remunerada) y que nunca debían mantenerse vigentes, una vez demostrada su inutilidad para lograr los fines económicos y sociales del individuo, quien debía regirse, en todo momento, por la suprema Ley Orgánica del Interés Personal, máximo instrumento jurídico de un estado que defendía la ambición personal ilimitada como el principio básico de la sociedad.

Tommaso Colombus (seudónimo utilizado por la persona que promovió la definitiva consolidación de las teorías del GPU, quien siempre ocultó en su obra su naturaleza femenina) fue quien impulsó el reciclaje sentimental a gran escala, sosteniendo en su célebre tesis de política social, "Sentimientos Instrumentales" (que tanto éxito tuvo en aquel remoto mundo), que ningún sentimiento era lo suficientemente importante como para que nadie se mantuviese fiel a él, sino que, cumplida su misión temporal, siempre al servicio del beneficio personal del interesado, debía reconvertirse en uno nuevo, utilizando el principio general de que "los sentimientos ni se crean ni se destruyen, solo se transforman".

De igual forma, dejó establecido en su pensamiento filosófico su otro gran axioma, el de la "elasticidad absoluta de la durabilidad de las promesas emitidas" y fue la promotora de la Organización Gubernamental de Compraventa Virtual de Sueños y Emociones (OGCVSE), tan arraigada en la sociedad del remoto mundo.

Era, por tanto, comprensible que un grupo claramente subversivo, como el SL estuviese mal visto por las altas esferas del GPU. Hay que tener en cuenta que el SL se atrevía a defender teorías tan agresivas para el régimen establecido como la que afirmaba que los sentimientos no dependen del interés, sino del corazón, o que no se debe traicionar la lealtad de las promesas ni modificar los sueños en función de las conveniencias particulares del momento.
El SL fue conminado, amenazado y chantajeado desde el poder para que renunciase a sus principios y firmase un documento con una declaración jurada de que no volvería a molestar al GPU ni a sus esbirros, pero, como no podía ser de otra forma, el SL rechazó las presiones y se mantuvo fiel a sus principios, lo que desencadenó una brutal persecución desde todas las instancias del GPU, así como una feroz represión, en la que no se escatimaron medios, cómplices ni pruebas falsas.

Todo fue inútil. El SL no cedió y se enfrentó a los poderosos mecanismos gubernamentales, pese a haber sido tachado por el GPU de terroristas emocionales y otros apelativos similares, acusándoles de unas imaginarias amenazas a la sociedad y, más tarde (en un giro oportunista, ante la ineficacia de la estrategia original), de un absurdo delito continuado de maltrato social...
El silencio administrativo con el que el GPU trató de dar carpetazo al asunto tampoco sirvió de mucho. El SL siguió manteniendo su lealtad sentimental y la fidelidad a sus principios. Nada les hizo cambiar.

Aquel remoto mundo siguió gestionando sus residuos emocionales de acuerdo con la Ley Orgánica del Interés Personal, pero, al menos, quedó alguien que nunca aceptó reciclar sus sueños ni modificar sus sentimientos en beneficio propio. Un sognatore, que diría Peppino di Capri

miércoles, 8 de mayo de 2013

Et in Arcadia ego

No conozco a nadie que no haya tenido su arcadia particular.
Siempre hay en la memoria un lugar y un tiempo idílicos que el severo transcurso de la vida acaba colocando en el recuerdo, con esos matices de particular encanto renacentista que eleva la nostalgia hasta el bucólico mundo de la feliz tristeza.

El esplendor de la belleza y el entusiasmo que suelen acompañarla recomiendan un memento mori que nos impida sucumbir ante la soberbia del éxito.
A mí me gustaría que mi epitafio rezase, con silenciosa y eterna voz, profundamente grabada en la piedra: "Et in Arcadia ego". Porque yo, como todos, tuve mi arcadia.

En esa región de mi peloponeso personal, las ninfas reían felices en su pastoril entorno, entregadas a los placeres de una vida terrenal que parecía infinita, plácida y luminosa. Una égloga perenne en la que la naturaleza fingía ser paradisíaca y el espíritu más puro mientras Teócrito escribía sus dulces Idilios, que discurrían entre arroyos y campos, arrullados por una música tan suave como la mirada engañosa y furtiva de la esquiva Dafne... antes de que quisiera convertirse en laurel.
Pero las tardes azules se fueron. La celeste espuma desapareció y los bancos se secaron. Ni siquiera el granizo volvió a hacer acto de presencia.
La ninfa de los árboles huyó de Apolo, herida por la flecha de plomo del vengativo Eros. Tal vez por eso el laurel es mi árbol favorito. Dicen que Arcadia está llena de laureles.

Y, al fin, la vida pasa. Los cementerios del mundo están llenos de egos que tuvieron su arcadia. Allí, en sus tumbas, reposan para siempre ilusiones y sentimientos... mezclados con huesos y olvidos.
Es una lástima que no podamos descansar todos eternamente en el centro del Peloponeso, en la vieja tierra de los pelasgos, dando cobijo a los ritos de las bacantes y sirviendo de refugio al legendario dios Pan. Es una verdadera lástima.

Está claro que todo esto nos debe hacer reflexionar sobre la efímera vanidad de la gloria, esa falsaria traicionera que nos embauca con tanta facilidad con sus halagos y quimeras. Y es que no hay Megalópolis inconquistable. Tarde o temprano, la codicia de alas blancas acaba destruyendo las murallas que otrora resistieran, firmes, tantos y tantos asedios espartanos.

Aquella fue mi arcadia. Y ya no podrá borrarse nunca de las noches solitarias de una primavera ficticia, que muere cada septiembre, tras un nuevo verano perdido en el silencio. Calisto y Arcas flotan en el cielo todas las noches sin luna, protegiendo el recuerdo de aquellas siete estrellas que iluminan el fértil valle de la vida, ese que sigue alimentando al laurel dormido.

Et in Arcadia ego, sí. Y era una arcadia dorada, utópica, brillante... tal vez demasiado romántica para ser real. Pero yo sigo creyendo en ella.
Y espero, cada mes de mayo, que el laurel vuelva a brotar en mi jardín imaginario.

lunes, 6 de mayo de 2013

Hipotecas totales

Venimos de un tiempo en el que el crédito hipotecario era fácil. Demasiado fácil, podríamos decir. Préstamos sobre bienes sobrevalorados... a devolver en plazos asombrosamente largos.
Eran años de bonanza, en los que todo crecía y las espigas eran gruesas, abundantes y llenas de grano. Y todos olvidaron el viejo sueño del faraón. Faltó entre los hombres un nuevo José que les recordase que las siete vacas flacas llegarían inexorables y severas...

Todos estamos sufriendo, en mayor o menor medida, esta falta de previsión, este exceso de alegría descontrolada, así que no merece la pena insistir mucho en ello.
Si lo he sacado a colación ha sido para ilustrar, con un ejemplo económico, otro aspecto de la vida de las personas que, en ocasiones, también puede verse afectado de gravedad por hechos similares. Son, por desgracia, situaciones mucho más frecuentes de lo que sería deseable. Y pueden destruir la vida de quienes las sufren, aunque no exista de por medio una entidad bancaria ni un inmueble hipotecado.

Y es que los sentimientos de una persona son el terreno sobre el que se edifica el templo de la ética, la finca de la verdad, esa que casi siempre adornamos con gárgolas de emociones que cuelgan de las cornisas del espíritu.

Es esta una finca que hipotecamos casi siempre. Hay que ser muy egoísta (los hay) para no hacerlo. Hipotecar los sentimientos es peligroso, pero es habitual. Los ponemos en alto riesgo al entregarlos como prenda de nuestra propia vida porque en esta hipoteca vital, el gravamen está sujeto al cumplimiento de una obligación ajena, así que no tenemos control sobre ello.

Aquí es donde suelen entrar en juego las cláusulas abusivas. Esas que, escritas con letra pequeña, suelen acabar traicionando nuestra buena voluntad. Son cláusulas desleales, ventajistas, que se ejecutan siempre en el momento que más favorece o interesa al prestamista (que suele coincidir con el menos favorable para quien tiene hipotecados sus sentimientos).
De hecho, la mayoría de los afectados ni siquiera sabe que estaba disfrutando de un préstamo a plazo variable (sobre el que, desde luego, no tiene ninguna facultad de intervención). Lo normal es creer que esta hipoteca, que podríamos llamar total, es una operación voluntaria y permanente, generadora de intereses para uso y disfrute común.
Pero resulta que era un préstamo. Un préstamo con un cierto componente de usura emocional que, a la larga, solo beneficia a quien lo concede.

Dicen que hay bancos que, encima, te echan en cara que te has beneficiado del uso del crédito durante el tiempo que ha durado, lo que no deja de ser una actitud de un cinismo recalcitrante, teniendo en cuenta los elevados intereses que has venido pagando mientras lo amortizabas.
Algo parecido hacen los prestamistas de sentimientos, despreciando todo lo que se les ha entregado, a fondo perdido, durante el tiempo que les interesó mantenerlo vigente.
Porque esta suele ser otra de las características de las hipotecas totales: el préstamo puede ser ejecutado en cualquier momento por quien lo concedió, con independencia de que se hayan venido cumpliendo todas las obligaciones estipuladas.

Los sentimientos, las emociones... la propia vida quedan embargadas de forma brusca y fulminante. Ya se sabe que el efecto sorpresa es fundamental para que el hipotecado quede, aún, más indefenso ante el golpe recibido.
Hasta he oído que algunas entidades financiero-emocionales llegan a denunciar al embargado para proteger sus intereses particulares y rematar la faena con el desahucio inapelable del inquilino sentimental. Al parecer, los manuales hipotecarios más audaces sugieren este método como instrumento definitivo para quitar a quien lo sufre toda esperanza de conseguir lo que desea.

Y, sin embargo, a mí me dan más pena los usureros de sentimientos que los afectados por estas hipotecas totales, porque estos han entregado sus emociones con generosidad, mientras que los primeros solo son capaces de vivir atrapados en el laberinto de su egoísmo, del que no podrán escapar hasta que devuelvan hasta el último latido que les fue ofrecido por quienes lo dieron todo sin pedir nada a cambio.

Claro que algo recibieron. Algo que tampoco habían pedido ni esperaban: la traición.