lunes, 6 de mayo de 2013

Hipotecas totales

Venimos de un tiempo en el que el crédito hipotecario era fácil. Demasiado fácil, podríamos decir. Préstamos sobre bienes sobrevalorados... a devolver en plazos asombrosamente largos.
Eran años de bonanza, en los que todo crecía y las espigas eran gruesas, abundantes y llenas de grano. Y todos olvidaron el viejo sueño del faraón. Faltó entre los hombres un nuevo José que les recordase que las siete vacas flacas llegarían inexorables y severas...

Todos estamos sufriendo, en mayor o menor medida, esta falta de previsión, este exceso de alegría descontrolada, así que no merece la pena insistir mucho en ello.
Si lo he sacado a colación ha sido para ilustrar, con un ejemplo económico, otro aspecto de la vida de las personas que, en ocasiones, también puede verse afectado de gravedad por hechos similares. Son, por desgracia, situaciones mucho más frecuentes de lo que sería deseable. Y pueden destruir la vida de quienes las sufren, aunque no exista de por medio una entidad bancaria ni un inmueble hipotecado.

Y es que los sentimientos de una persona son el terreno sobre el que se edifica el templo de la ética, la finca de la verdad, esa que casi siempre adornamos con gárgolas de emociones que cuelgan de las cornisas del espíritu.

Es esta una finca que hipotecamos casi siempre. Hay que ser muy egoísta (los hay) para no hacerlo. Hipotecar los sentimientos es peligroso, pero es habitual. Los ponemos en alto riesgo al entregarlos como prenda de nuestra propia vida porque en esta hipoteca vital, el gravamen está sujeto al cumplimiento de una obligación ajena, así que no tenemos control sobre ello.

Aquí es donde suelen entrar en juego las cláusulas abusivas. Esas que, escritas con letra pequeña, suelen acabar traicionando nuestra buena voluntad. Son cláusulas desleales, ventajistas, que se ejecutan siempre en el momento que más favorece o interesa al prestamista (que suele coincidir con el menos favorable para quien tiene hipotecados sus sentimientos).
De hecho, la mayoría de los afectados ni siquiera sabe que estaba disfrutando de un préstamo a plazo variable (sobre el que, desde luego, no tiene ninguna facultad de intervención). Lo normal es creer que esta hipoteca, que podríamos llamar total, es una operación voluntaria y permanente, generadora de intereses para uso y disfrute común.
Pero resulta que era un préstamo. Un préstamo con un cierto componente de usura emocional que, a la larga, solo beneficia a quien lo concede.

Dicen que hay bancos que, encima, te echan en cara que te has beneficiado del uso del crédito durante el tiempo que ha durado, lo que no deja de ser una actitud de un cinismo recalcitrante, teniendo en cuenta los elevados intereses que has venido pagando mientras lo amortizabas.
Algo parecido hacen los prestamistas de sentimientos, despreciando todo lo que se les ha entregado, a fondo perdido, durante el tiempo que les interesó mantenerlo vigente.
Porque esta suele ser otra de las características de las hipotecas totales: el préstamo puede ser ejecutado en cualquier momento por quien lo concedió, con independencia de que se hayan venido cumpliendo todas las obligaciones estipuladas.

Los sentimientos, las emociones... la propia vida quedan embargadas de forma brusca y fulminante. Ya se sabe que el efecto sorpresa es fundamental para que el hipotecado quede, aún, más indefenso ante el golpe recibido.
Hasta he oído que algunas entidades financiero-emocionales llegan a denunciar al embargado para proteger sus intereses particulares y rematar la faena con el desahucio inapelable del inquilino sentimental. Al parecer, los manuales hipotecarios más audaces sugieren este método como instrumento definitivo para quitar a quien lo sufre toda esperanza de conseguir lo que desea.

Y, sin embargo, a mí me dan más pena los usureros de sentimientos que los afectados por estas hipotecas totales, porque estos han entregado sus emociones con generosidad, mientras que los primeros solo son capaces de vivir atrapados en el laberinto de su egoísmo, del que no podrán escapar hasta que devuelvan hasta el último latido que les fue ofrecido por quienes lo dieron todo sin pedir nada a cambio.

Claro que algo recibieron. Algo que tampoco habían pedido ni esperaban: la traición.

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