martes, 14 de mayo de 2013

Las tardes azules

Dicen que hubo un tiempo en el que todas las tardes eran luminosas y azules.
Pero yo no lo creo. Yo, más bien, tengo la sensación de que las tardes siempre son grises y tristes. Puede que las mañanas sean otra cosa... pero las tardes, no.

Sin embargo, me sigo encontrando con gente que insiste en que hubo tardes azules. Tardes en las que el intenso color del cielo se veía recortado por paredes de patios, por fachadas de edificios, por árboles floridos en las aceras de una ciudad de luz transparente.
He estudiado con detenimiento estas afirmaciones tan osadas y no encuentro nada que las justifique. Durante los últimos años he recorrido cientos de manzanas de calles con nombre de poeta, de avenidas de países tropicales y lejanos, incluso he buscado en docenas de ciudades, siempre mirando al cielo, por si en algún rincón inesperado me encontraba, de pronto, con una de esas tardes azules de las que hablan... y nada, ni rastro de ellas. Creo que son una leyenda urbana. Lo único que he conseguido con tanto mirar al cielo ha sido, de vez en cuando, darme un golpe con un banco vacío en un parque o tropezar con un coche no muy grande que estaba aparcado donde no debía.

Y el caso es que yo he soñado alguna vez con tardes azules. Pero, claro, eran sueños. Los sueños son muy engañosos. Uno suele dejar volar su subconsciente hacia universos imaginarios en los que la vida es dulce y la verdad, firme.
En los sueños pasa de todo. Existe el amor, la lealtad, la amistad desinteresada...
La otra noche, sin ir más lejos, soñé con una habitación en penumbra. Sobre mi cabeza giraba, lento, un gran ventilador de techo. Una suave melodía de Agustín Lara surgía de algún lugar, envolviendo el oído y el alma. Me parece que yo acababa de despertarme, tumbado sobre las sábanas de una cama grande que ocupaba la mayor parte de la estancia. No podía moverme porque estaba atrapado por una hiedra fuerte y resistente, que crecía de las retorcidas patas de las mesillas, del cabecero de la cama... de la pared. Intenté incorporarme, pero no pude: la hiedra me tenía atrapado. Giré mi cabeza hacia la ventana y pude ver, por un pequeño resquicio, un cielo intenso, potente, luminoso. Era una tarde azul. Quise alargar una mano hacia ella...

Estoy firmemente convencido de que las tardes azules no existen. Es cierto que la mitología clásica habla de los Campos Elíseos, aquella región del Hades, bañada por el Aqueronte, el Lete y el Mnemósine, en la que las tardes eran azules y eternas. Pero la mitología, como los sueños o las religiones, suelen contar las cosas de forma metafórica, sin excesivo rigor científico. ¿En qué parte del inframundo están hoy esos paisajes verdes y floridos? ¿Es preferible beber allí de las aguas del Lete para olvidar la vida anterior o hacerlo de las del Mnemósine y recordar eternamente?

Las tardes azules jamás fueron una realidad. Apenas una utopía, una quimera, una perversa ensoñación que impulsa al iluso a su búsqueda, como si se tratase de un nuevo conquistador persiguiendo su fabuloso dorado personal.
Nada parece probar la veracidad de las tardes azules. ¿Por qué, entonces, seguimos conservando el frasco que, un lejano día, nos entregó la madre de las musas?
Tal vez porque las tardes azules son suaves mentiras que el tiempo te clava con su mano helada... tardes eternas y azules.

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