viernes, 29 de julio de 2016

El girasol que no giraba

Érase una vez un girasol que no giraba. 
Allí, en los dulces campos de la vega del Tajuña, todos los demás girasoles seguían el movimiento del sol, manteniéndose fieles a la tradición secular de su especie. Eran girasoles espléndidos, bellísimos, orgullosos de haber nacido y crecido en un valle tan privilegiado. Sin embargo, estaban preocupados por lo que le sucedía a su compañero.
Apenas salía el sol, el ejército de girasoles despertaba de su letargo nocturno y se erguían en busca de esa gran fuente de calor celestial que tanto se parecía a ellos. Todos, menos uno. Y, precisamente, era el más gallardo de todos, el más grande, el que, sin duda, por su soberbia apostura podría haberse convertido en el capitán de aquella arrogante tropa que, bajo la luz del sol, presumía de sus brillantes uniformes amarillos y anaranjados. ¿Por qué no giraba? Era un misterio, pero nunca lo hacía.

La preocupación llegó hasta los agricultores que cultivaban esas tierras. Al principio, no le dieron importancia, pero, con el paso del tiempo, llegó a convertirse en el tema de conversación de la comarca. Desde Brihuega hasta Valdeavellano no se hablaba de otra cosa. Se llegaron a emplear diversos métodos (unos, más o menos científicos y, otros, basados en los atávicos conocimientos del pueblo llano), pero ninguno dio resultado. Ingenieros agrónomos americanos, especializados en la explotación de cultivos de plantas asteráceas, estudiaron el sorprendente caso sin encontrar respuesta ni solución. Hasta hubo quien consultó viejas inscripciones aztecas, incas y otomíes, buscando algún precedente arcaico... sin éxito alguno.

Todos sabemos que solo son las plantas jóvenes las que se orientan hacia el sol, mientras que las maduras no giran, manteniéndose en una posición fija que mira a oriente, como si quisieran siempre estar esperando el nacimiento de un nuevo día. Pero tampoco era el caso. El girasol que no giraba era, al igual que todos sus hermanos de aquel campo, muy joven. No cabía asignarle, por tanto, característica alguna propia de los veteranos. Era un enigma ante el que ciencia y sabiduría popular se tuvieron que rendir incondicionalmente.

Entretanto, nuestro girasol estaba cada día más lozano. Y su belleza se iluminaba, de manera especial, al caer la tarde, cuando los demás girasoles del valle empezaban a declinar, agachando sus grandes y redondas cabezas, como si se sintieran dominados por el sueño, tras una larga jornada en busca de los rayos solares.

Empezaba a caer la noche y todos los girasoles del campo fueron abatiendo los grandes pétalos de sus flores liguladas sobre las innumerables y minúsculas flores tubulosas, de profundo cáliz, que componen su gran disco central. Pronto se quedaron dormidos. Estaban agotados de girar todo el día. Incluso los humanos sabemos lo cansado que es pasarse la vida arrimándose al sol que más calienta...
Fue entonces, mientras todos dormían, cuando el girasol que no giraba pareció moverse. Ya no quedaba rastro del sol en el cielo, había oscurecido. Y allí, cerca de una finísima media luna en cuarto menguante, apareció Venus. Su poderoso brillo se imponía sobre el leve parpadeo de las estrellas. 

Y el girasol, nuestro extraño girasol, el que permanecía inmóvil a plena luz del sol, levantó su cara y comenzó a girar buscando a Venus... tal como hacía todas las noches.

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