martes, 19 de julio de 2016

El plato de lentejas

No se vendía por nada. O por casi nada. Su orgullo era demasiado poderoso como para permitirlo. No era una cuestión de principios (afortunadamente para ella), era cosa de la soberbia. La soberbia protege mucho. Admite regalarse, pero no venderse. Algo que abre un amplio abanico de posibilidades a la hora de decidir entre lo que se acepta y lo que no. Aunque, en realidad, aceptar, sí que aceptaba. Pero todo gratis...

Durante toda su vida hizo lo que quiso. Tenía a gala dar y recibir, pero sabía hacerlo con tal habilidad que nunca parecía un trueque. Siempre decía que se trataba de dos operaciones distintas: una, dar; otra, recibir. Absolutamente independientes la una de la otra.

Es difícil mantener esta virginidad comercial (solo me refiero a la comercial, claro) en un mundo tan mercantilizado como el que ha creado la raza humana con su tendencia natural a la compra-venta de todo tipo de objetos y servicios. 
La invención de la moneda como instrumento de cambio había sido un inconveniente, a lo largo de la historia, para todos los que, como ella, renegaban del espíritu comercial, sintiéndolo como una debilidad imperdonable que acababa pasando factura a quienes caían en ella. Sin embargo, pensándolo bien, la existencia del dinero se podía convertir en un aliado de la soberbia discrecional y el orgullo selectivo, tan necesarios para mantener incólume su virtud. Bastaba con renegar del dinero como pago para enfatizar la ausencia de intercambio mercantil.

Pese a todo, había un pequeño detalle que la delataba (solo entre los conocedores de las deidades grecorromanas, eso sí) y era la existencia de unas pequeñas alitas tras sus tobillos, muy similares a las de Mercurio. Ella las disimulaba con una falda por encima de la rodilla que evitaba que cualquier mirada inoportuna llegase hasta sus pies.
También era importante seleccionar las mercancías objeto de transacción, ya que la experiencia (larga, por cierto) hacía evidente que unas eran más proclives que otras a ser susceptibles de sospecha. Por tanto, siempre elegía las más intangibles, circunstancia que, además, facilitaba una huida ligera de equipaje, pertrechos o impedimenta.

Así pasaba la vida. Con sobresaltos, pero con su primogenitura espiritual a salvo.
No faltaba, no, quien la considerase un ser mercurial (en un amplio sentido de la palabra). Eso no le gustaba, pero no se podía evitar. Cuando sucedía, se alejaba del crítico incómodo o reaccionaba con vehemencia contra quien osaba desafiar su hermética (nunca mejor dicho) y ocasional integridad.


Pasaron los años, solventando con irregular fortuna los avatares del destino (deberíamos ponerlo en plural, ya que ella jamás se conformó con uno solo), hasta que un día surgió ante ella una situación insólita, inesperada, de la que no pudo salir airosa.
Aquel hombre de pelo más abundante en el cuerpo que en la cabeza, que tanto asco generaba en su piel desde el segundo día que estuvo con él, puso delante de su recta nariz un apetitoso plato de lentejas. Las lentejas eran una de sus comidas favoritas y, renunciando a su acostumbrada frugalidad, las aceptó a cambio de su... bueno, da igual a cambio de lo que fuera. Lo importante es que se había vendido por un plato de lentejas. Era un hecho incontestable, flagrante, inequívoco.

El mundo se enteró. Y tuvo que cambiar de mundo. Acortó unos cuantos centímetros más su falda y echó a volar con las alas de sus tobillos. Ella no se vendía por nada. O por casi nada.

Las lentejas no estaban incluidas. Y no había que ser tan orgullosa, ¡qué caramba!

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