lunes, 4 de julio de 2016

La noche de los chopos

Julita Medina estaba muy arrepentida de haber aceptado aquel trabajo.
De acuerdo, era solo una sustitución, pero dar clases nocturnas de bachillerato en ese instituto tan alejado del centro no era nada apetecible. Sobre todo, ahora que había llegado el invierno. En pleno mes de enero se hacía duro volver tan tarde a casa desde tan lejos. Pero claro, su tío era amigo de D. Antonio y no podía negarse. Y menos aún a esas alturas. Debió haber pensado una buena excusa, pero no era fácil. Su tío imponía mucho respeto con esas negras y pobladísimas cejas, siempre fruncidas en un gesto serio y severo.

–Es una oportunidad que no puedes dejar pasar, Julita –había dicho su tío, haciendo énfasis en el 'no'.

Cierto era que los alumnos del instituto nocturno eran buenos. Casi de su misma edad (o, al menos, eso le parecía a ella), pero mucho mejores que esos niños malcriados a los que el pasado curso había tenido que dar clase en un colegio del centro. Además este instituto era el más prestigioso de este Madrid de mediados de siglo, al que, por caprichos de la fortuna, había venido a parar desde su Málaga natal hacía unos cuantos años.
Pero andar sola a esas horas, atravesando aquella colina de viento y chopos, tan solitaria y misteriosa, no era un plato de gusto. Fuese o no fuese verdad esa historia que contaba D. Manuel de que en ese lugar pasaron cosas extraordinarias antes de la guerra, daba miedo recorrer de noche ese largo paseo flanqueado de altos chopos que a Julita se le antojaban los cipreses de un camposanto.

Ella siempre aceleraba el paso para llegar a la calle Serrano lo antes posible (muy poco transitada, también, a esas horas), pero cualquier ruido sobresaltaba su ánimo en medio de ese remolino de sombras alargadas. ¿Por qué no pondrían más luz para iluminar aquella avenida, tan siniestra a ojos de Julita Medina? Una vez se atrevió a preguntar esto al propio D. Manuel (le costó mucho hacerlo, ya que, después de su tío, era la persona que más impresión le causaba, con esa poderosa nariz aguileña destacando sobre su negra figura).

–No están los tiempos para dispendios, señorita –había recibido como respuesta.

Sus pasos resonaban esa noche más que nunca al pasar junto a las alargadas marquesinas de hormigón que se suponía servían de refugio a los más pequeños en los jardines de las clases de primaria. Todos insistían en que eran un acertado diseño de un famoso ingeniero, pero a ella le parecían innecesariamente largas, amenazadoras... lenguas enormes que sobresalían de los jardines, como intentando dar alcance a quienes se aventuraban por la estrecha y única acera de aquella calle interior, entre las sombras de la noche.

Entonces fue cuando lo oyó. Parecía un chirrido tenue que, poco a poco, se iba convirtiendo en un prolongado lamento. Justo detrás de ella. Delante, junto a la oscura silueta de la estatua de Minerva, algo se movió con gran celeridad. No pudo ver lo que era porque desapareció junto al seto que protegía la alambrada del parque de juegos infantiles.
Julita se detuvo, paralizada por un escalofrío que recorrió, como un rayo, su columna vertebral de arriba a abajo. La mole de ladrillo de la iglesia del Espíritu Santo pareció crecer ante sus ojos. Un viento helado sacudió las ramas desnudas de los chopos...
El lamento volvió a chirriar a su espalda. Julita Medina se dio la vuelta lentamente.
Allí estaba: inmóvil, terrible, atroz. El grito que Julita quiso dar nunca pudo salir de su garganta.


Los periódicos no dieron la noticia. En el instituto nadie habló jamás de ello. Un par de meses más tarde, los chopos de la colina empezaron a despertar de su letargo y antes de que terminase el curso, en aquel ya lejano mayo del 56, estaban poblados de verdes hojas, acariciadas por el suave viento de una primavera que algunos pensaron que no terminaría nunca.

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