jueves, 11 de febrero de 2016

Otra esfinge sin secreto

Cuando descubrí el relato de Oscar Wilde, ya sabía que existían las esfinges sin secreto.
No todo el mundo lo sabe, pues he comprobado que no fue Napoleón el único que estaba convencido de que, al menos la suya, lo tenía. Una vez dicho esto es preciso aclarar que es posible que algunas sean portadoras de misterios, pero debo constatar que otras carecen totalmente de ellos. He conocido a varias.

En una ocasión, me contaron la delirante historia de una esfinge marina (una especie menos común) que atravesaba los mares con un secreto en sus entrañas. El cuento era novelesco a más no poder, pero la fantasía que encerraba era limitada, ya que, en aquel caso concreto, la susodicha esfinge no podía presumir mucho, ya que era poseedora de uno de esos que se definen comúnmente como 'secretos a voces'. 

La de Wilde, por el contrario, además de ser terrestre (como la de Bonaparte, si a eso vamos), era portadora de un áurea de romanticismo que no todas poseen. Claro está que muchas de las historias que rodean a estos seres mitológicos (sí, digo bien, mitológicos) comienzan en lugares más vulgares que la terraza del parisino Café de la Paix. 
Claro está que cada uno moldea su romanticismo a la medida de sus posibilidades, ya que no todos tienen a mano heroínas de Espronceda con las que intimar.
Pero ya hemos dado a entender, sin haberlo dicho de forma explícita, que la mayoría son sucedáneos, aunque, por otra parte, todos sabemos que el mundo está lleno de excelentes imitaciones, que nos acechan por doquier en todos los ámbitos de la vida.

Recomiendo a todos la lectura del texto de Wilde, del que, por cierto, aún no he dicho su título, muy apropiado para ilustrar lo que aquí estamos comentando: The Sphinx Without a Secret
Muchas de las esfinges que yo conozco no llevan martas cibelinas al cuello ni pasean con frecuencia por Bond Street, si bien es cierto que suelen moverse con ese aire de retrato de Leonardo, tan característico de Lady Alroy.

Dicen que Napoleón encontró una puerta en uno de los lados de la que admiró en Gizeh, (en su tiempo, estaba muy enterrada en la arena) pero nadie ha visto esa supuesta entrada. Ella (la del general corso) se parece bastante al faraón Kefrén (tenemos que reconocerlo), lo que traslada el ámbito de su misterio a un terreno muy diferente al de Lady Alroy (por volver a citar el ya mencionado ejemplo literario). Por otro lado, la ausencia de su nariz (cuentan que se la arrebató un fanático en el siglo XIV) contribuye a elevar el rango de una leyenda, cuya fragilidad caliza no es acorde con su longevidad a través de los siglos.

Leí con interés lo que escribió Wilde. Y me gustó. Pero me sonó a una historia conocida. Con toda probabilidad, porque, como he dicho al principio (y bien es cierto que siento contradecir a Napoleón), son infinitamente más habituales las esfinges sin secreto que las que, en verdad, lo tienen.

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