viernes, 19 de febrero de 2016

De la relatividad de los problemas

Es natural que cada uno piense que sus propios problemas son más pesados y peores que los de los demás. Es normal esa tendencia a magnificar lo que nos agobia, mientras disminuimos la importancia de lo que hace sufrir a los otros. No solo es que sea lógico, sino que, en realidad, es exactamente cierto. 
Cuando Protágoras decía, en la antigua Grecia, que el hombre es la medida de todas las cosas, con gran probabilidad lo que sostenía es que la humanidad, en su conjunto, es la que valora y juzga todo lo que es y lo que no es. Sin embargo, hay quien afirma (Platón entre ellos) que se refería a los hombres en sentido individual y que, al hacerlo, quería decir que cada persona mide todo según su rasero y, en consecuencia, las verdades universales no existen, ya que todas las medidas son particulares y, por ello, diversas.
Yo veo cierto sentido peyorativo hacia Protágoras (sofista, al fin y al cabo) en la opinión de Platón, que vendría a significar un indiscutible diletantismo filosófico, un tanto cínico y decididamente escéptico en la teoría del amigo de Pericles, pero, si lo tomamos desde un punto de vista más cercano y algo menos trascendente, no cabe duda de que es absolutamente certero.

Un ejemplo evidente de que la gravedad de los problemas es relativa lo tenemos en cómo los adultos solemos juzgar los que tienen los niños. Siempre los consideramos de importancia mínima, ya que, según nuestra experiencia, los problemas graves son los de los adultos y no los que se sufren en la infancia.
Pero esto es un gravísimo error (además de una prueba de muy mala memoria), ya que el niño puede estar sufriendo sus 'pequeños' problemas con la misma o mayor intensidad que una persona mayor siente los suyos (los 'grandes'). Lo que para uno carece de importancia, para el otro es fundamental. Y viceversa. Parece mentira que los adultos seamos tan olvidadizos al juzgar a los menores, y demos por válido (sin la más mínima discusión) un criterio absoluto que desprecia una relatividad que solo quienes han pasado por diversas fases de la vida deberían conocer, recordar y tener bien presente.

Llegados a este punto (el de objetivizarlo todo), tendríamos que aceptar que solo hay cuatro problemas de gravedad mayúscula, y son los que se corresponden con los males representados por los cuatro jinetes apocalípticos, que, en mi versión, son: Guerra, Hambre, Muerte y Peste (algo diferentes de los convencionales).
Sus nombres propios nos indican con claridad cuáles son los problemas que acarrean (que no deben ser tomados de forma literal en todos los casos). Quitando estos cuatro y sus respectivas derivadas, los demás son de menor índole, pese a que, en un momento determinado, nos puedan parecer terribles.

Muchos de los refugiados que llegan a nuestros mundos de bonanza (de los que tanto nos quejamos porque han empeorado en los últimos tiempos) vienen escapando de estos cuatro jinetes. Pero no es fácil conseguirlo. Los jinetes les persiguen y son capaces de cabalgar eternamente si se lo proponen. Solo precisan una pequeña complicidad (incluso la pasividad es suficiente) de quienes reciben con recelo a esos refugiados. 
Es algo que no se soluciona con carteles colgados en nuestra conciencia colectiva. Ni con declaraciones públicas grandilocuentes, tal vez bienintencionadas. Se arregla (nunca del todo, claro) relativizando nuestros problemas y aceptando disminuir el propio bienestar (también el moral) para que ellos puedan librarse del acoso de esos cuatro despiadados jinetes. Y, aún así, es posible que nunca dejen de asediarles.

Si no lo hacemos, les obligaremos a seguir huyendo en mitad de una noche que será interminable para todos... de la que ya no nos libraremos. Nosotros tampoco.

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