lunes, 15 de febrero de 2016

Aquellos gigantescos bonsáis

La perspectiva es muy capaz de cambiar las formas y los tamaños de las cosas.
Cuando observamos algo desde la distancia (o desde demasiado cerca) lo vemos distorsionado, distinto... unas veces enorme y, otras, minúsculo, dependiendo, además, su aspecto del ángulo con el que lo miremos. 

Pasa lo mismo con las opiniones, con los recuerdos, con los sentimientos. Y no digamos con las emociones, que son las más vulnerables al punto de vista escogido. Estas últimas no siempre siguen las habituales reglas geométricas que sí se aplican a opiniones, recuerdos y sentimientos, cuya deformación es, por regla general, más fácil de entender.

Es algo que pasa mucho, por ejemplo, con los bonsáis y los secuoyas. Recuerdo aquel viejo cuento en el que un minúsculo personaje miraba hacia un lejano secuoya, a través de las pequeñas ramitas de un bonsái que tenía a pocos centímetros de distancia, describiendo a la conífera gigante que divisaba a lo lejos como un 'árbol de reducidas dimensiones que apenas podía ver, al estar tapado por la inmensa mole del bonsái que tenía delante'.
Podríamos decir que es una variante del célebre dicho que asegura que, en ocasiones, los árboles no nos dejan ver el bosque, aunque creo que el significado no es el mismo. Y no lo es porque, en un caso como el que hemos comentado en el párrafo anterior, quien mira sí ve los dos árboles (aquí, ambos en singular), pero recibe una impresión muy diferente de uno y otro por la perspectiva que provoca su punto de observación. 

Esto nos sucede más cuando hablamos de sentimientos. ¡Cuántos bonsáis 'enormes' han escondido de nuestra vista interior pinos, abetos e, incluso, secuoyas!
Con el tiempo, una vez modificadas las coordenadas de nuestra vida, hemos podido apreciar que esas dimensiones aparentemente variables producían serias modificaciones en nuestra forma de pensar y de sentir.

Pero ya hemos dicho que, en el campo de las emociones, no ocurre siempre lo mismo.
Es curioso comprobar que, una vez conocida la verdadera envergadura de los árboles con los que nos hemos ido cruzando, se producen reacciones sorprendentes. Tan llamativas, a veces, que no es infrecuente que tratemos de renegar de esas emociones, poco razonables, que siguen revolviendo nuestro ánimo.
Algunos bonsáis se resisten a ser percibidos en su auténtico tamaño y mantienen una antinatural tendencia al gigantismo más absurdo. Y, por el contrario, también hay secuoyas descomunales, firmes y poderosos, que apenas son vistos por ojos demasiado afectados por un cuadro oftalmológico-emocional, que presenta claros síntomas patológicos.

Y lo peor no es eso. Lo peor es que no faltan quienes aman esa perversa enfermedad. 
O puede que no sea lo peor, sino lo mejor. Nunca se sabe.

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