domingo, 1 de marzo de 2015

Con la música a otra parte

Todos somos instrumentos de la música.
La vida no es más que un gigantesco concierto (o, más bien, un enorme número de ellos que, sucesiva y permanentemente, tienen lugar en este inmenso auditorio que llamamos mundo). Y a nosotros nos corresponde el doble papel de ser (y, además, tocar) uno o varios instrumentos, con mucha frecuencia de forma simultánea.
Esto ocurre porque no es sencillo estar en una sola orquesta, grupo musical o conjunto. Los solistas son más escasos y suelen ser ermitaños.
Es una monumental confusión de sonidos, timbres y melodías, difíciles de distinguir unos de otros. Tenemos una vida, sí, pero con muchas partituras a las que atender al mismo tiempo: amistades, familia, trabajo, vecinos, compañeros...

A medida que la vida (la de cada uno) va transcurriendo, los compromisos musicales se van multiplicando y la complicación de atender a todas las batutas va en aumento. Por eso no es raro desafinar o tocar a destiempo.
Sin embargo, llega un punto en el que a los instrumentos les cuesta seguir todos los compases. Bueno, en realidad, no sé si les cuesta o es que, cansados de tanta charanga y tan poca sinfonía, ya no quieren seguir el ritmo desenfrenado de unas orquestas que cada vez les parecen más próximas a las murgas carnavalescas que a las ordenadas y bien educadas filarmónicas a las que la mayoría preferiría pertenecer.

Otros instrumentos se han ido quedando por el camino, incapaces de mantener ese tono tan alto o tan grave que ellos mismos se habían marcado (o que precisaban) para permanecer en el puesto que pretendían (en ocasiones, careciendo de las cualidades necesarias para ello).
Hay una vida útil para casi todo y, si un instrumento no es capaz de comportarse como la materia (que ni se crea ni se destruye, solo se transforma) no podrá reciclarse en otro, adaptado a las nuevas exigencias de su entorno. De un entorno, por cierto, que también tiene su ciclo vital y que nunca deja de correr el riesgo de venirse abajo y convertirse en una ruina prematura.

Los instrumentos se agotan. Nos agotamos. Son demasiados años de luchar contra la sordera, contra la desidia, contra la ignorancia... contra la maldad.
Aquel salón blanco en el que el viejo piano hacía sonar sus notas con una suavidad más propia de un violín ejecutando el adagietto de  Mahler que de un instrumento grande y sonoro, se convirtió en un desolado mausoleo solitario, triste, derruido y polvoriento.
El gran piano de cola ya no tiene fuerzas para seguir tocando de oído, sin partitura, preludios apasionados y nocturnos románticos. Hasta esa luz que entra, despiadada, por los huecos de las puertas y atraviesa unas ventanas sin cortinas ni visillos, parece advertirnos que la huida es imposible, que no quedan rincones oscuros donde esconder los sueños.

La vida avanza, la música se marcha. Y nosotros, deteriorados instrumentos del destino, vamos refugiándonos en el silencio, mientras borramos las notas del pentagrama, con la parsimonia propia de quienes saben que no vendrá nadie para escribirlas de nuevo, una vez que se hayan perdido y cubierto de tristeza. En ese momento, todo, incluso la música, estará ya en en otra parte. Muy lejos de aquí.

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