martes, 17 de marzo de 2015

Destino: el olvido

Hay muchos tipos diferentes de cartas. Aunque sería mejor que lo dijera en pasado, porque hoy ya apenas quedan más que las que suelen recibirse del banco diciendo que estamos en saldo deudor y amenazándonos con severos correctivos, en forma de escandalosos intereses, completamente desproporcionados con los que el propio banco remunera a quienes en sus arcas depositan su fortuna.

Pero sí, había múltiples formas epistolares (en un pasado no tan lejano).
A mí las cartas siempre me han gustado. Y procuro conservar cuantas he recibido, así como una buena parte de las que yo he escrito, recuperándolas de sus destinatarios, tan proclives, por lo general, a romperlas, tirarlas o, más habitualmente, a perderlas. Tampoco era nada raro para mí hacer una copia (casi siempre a mano, claro) de las cartas que escribía. Esta buena costumbre la he tenido desde niño, por lo que mi patrimonio epistolar es considerable, interesantísimo y diverso. Gracias a este hábito (muy valioso desde el punto de vista histórico), todas esas cartas (por supuesto, con sus respectivos sobres) están convenientemente guardadas en un lugar seguro, a salvo de incendios y otros desastres naturales. Mi nieta Manuela las heredará y ella sabrá lo que debe hacer con ellas.

Entre los diversos tipos de cartas que existen o existieron, hay uno que me produce cierta inquietud.
Son esas cartas tan especiales como las que descubrió, por casualidad, un amigo, investigando los papeles de cierto personaje singular.
Él me contaba que había encontrado la evidencia de que cinco importantes cartas esperaban, escondidas en diversos lugares del mundo, a que sus respectivos destinatarios fuesen a recogerlas. 
Tres de ellas, por lo visto, estaban en España (dos, relativamente próximas la una a la otra - si bien de muy diversa índole -, en Aragón y una tercera en León), la cuarta se encontraba en Inglaterra y la última, entre las ruinas de un templo milenario egipcio, a orillas del Nilo.

A mí me resulta insólito que las personas a quienes van dirigidas estén tan tranquilas, sin intentar conseguirlas, ni hacer nada por obtenerlas y leer lo que en ellas está escrito. En especial, sabiendo, como algunas saben, que están allí, aguardando pacientes a que una mano (la suya) las recoja. Si yo supiera que hay una carta dirigida a mí oculta entre las columnas de un templo del antiguo Egipto, haría lo imposible por ir a buscarla. Y si está en lo alto de una montaña, enterrada bajo un árbol centenario, o reposa en un pequeño hueco entre unas piedras próximas a una vieja y pequeña estación de ferrocarril, también.
Sin embargo hay gente que, haciendo gala de una indiferencia supina y (en mi opinión) asombrosa, no tiene el más mínimo interés en buscarlas. Aún sabiendo que su vida y, sobre todo, su universo emocional pueden cambiar al leerlas.

Mi amigo sospecha que, pese a estar escritas en lugares y épocas muy distintos, cuatro de ellas están dirigidas a la misma persona y, la quinta, a quien la encuentre. 
Yo lo dudo, ya que la enorme diferencia temporal existente entre cuatro de ellas (cerca de medio siglo) no parece sostener esta teoría. Pero... ¡quién sabe!, en un asunto tan misterioso todo es posible.

También hay quien asegura que alguno de los destinatarios ya no está en este mundo, lo que podría eximirle, en parte, de no ir en su busca. Solo en parte, porque tuvo cuarenta años para hacerlo. En cualquier caso, de lo que no hay duda es de que los vivos no tienen excusa para no hacerlo.
No aparecen todos los días oportunidades tan románticas en la vida como para desaprovecharlas de una forma tan emocionalmente hueca, por mucho que estos tiempos actuales, tan prosaicos ellos, no sean los más propicios para la poesía.

Es muy improbable que alguien dé con ellas por casualidad, ya que dos se encuentran en lugares de muy difícil acceso, una tercera en un pueblo que camina hacia el abandono y las dos restantes delante de las narices de miles de personas, incapaces de ver nada que no sea de piedra, o junto a un paso más frecuentado por caballos que por humanos.
Mi pronóstico es que su destino más seguro es el olvido. Un olvido que solo es posible si aceptamos que la sensibilidad del corazón humano es una virtud en vías aceleradas de extinción.

A mí me produce pena. Mucha pena. Pero esta es la vida que nos ha tocado vivir (dicen). ¡Qué mala suerte!

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