martes, 24 de marzo de 2015

Serenísima tristeza

Hay muchas maneras de estar triste. La más interesante de todas ellas ellas es estar triste en Venecia.
Suele consistir en simular una tenue alegría, de colorido primaveral, que se desvanece cada año por las mismas fechas, cuando las fotografías se vuelven azules y empiezan a padecer ese efecto raro y amargo, que no es más que un barniz alambicado que ennegrece lentamente la conciencia, sin que el protagonista de la fotografía se dé cuenta de lo que le está sucediendo.
Él (o ella) cree que sigue luminoso, con esa luz brillante detrás, reflejada en un canal eterno, libre del miedo y del fuego, aunque algunos de sus muros tengan restos de cenizas. Imperceptibles en las noches de San Moisés y desde la terraza del Danieli, pero que están ahí desde hace mucho tiempo.

Los caballos de San Marcos sí mostraban su tristeza, pero solo podía verse desde una óptica tan futura que aún no estaba inventada. Cuando se lleva una guía de turismo apretada al pecho, el ambiente se vuelve rojizo, impregnado de ese tono de polvo de ladrillo centenario y de reflejos cobrizos, que hoy parecen extraños.
Porque en Venecia todo se imagina. Y dicen los venecianos que en marzo, aún más.

Flotando en las poco claras aguas que discurren entre sus palacios, dos sombras aparecen en cada rio... bajo cada puente. Una es la de Dorian, roja y dorada, como las llamas del infierno. La otra, la de Gray, azul y negra... como el frío del alma.

Sus retratos se van transfigurando no solo con el suave movimiento del agua, sino, sobre todo, con el paso del tiempo. Uno de ellos se vuelve cadavérico y cada vez recuerda más a una difusa calavera blanca atravesada por un sable; el otro, se congela en la hierática sonrisa de un reloj de arena enjuto, silencioso y cada vez más solitario.
El resultado es una tristeza serena, absurda, inútil. Una tristeza blanda en la noche y severa en el día, tan vacía como incomprensible.

Todo es triste en los rincones de una Venecia estéril, acompañada siempre de los acordes del Adagio de Albinoni, escapados, tal vez, del humo de los barcos. De unos barcos tan lejanos que se pierden en la tarde de los tiempos. Sí, en la tarde, no en la noche, tan breve y engañosa. Ni Mahler ni Aznavour son capaces de interferir en los ecos de las notas de Albinoni. Seguramente, porque Mahler está en el Lido y Aznavour en París.

Mientras todo languidece, allí, en la penúltima semana de marzo, a la sombra de cuatro caballos de bronce, cansados de viajar, la serenísima tristeza de Venecia  invade la ausencia de lo que nunca existió, de los fantasmas que no llegaron a liberarse de sus túnicas rojas y azules, ocultos tras la miseria de una emoción impar y unos sentimientos desacompasados y desgastados por el óxido del olvido.

Escuchemos a Albinoni. Así la tristeza será, al menos, un poco más bella.

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