viernes, 23 de enero de 2015

Ping-pong

La vida se parece mucho al juego del ping-pong. Con frecuencia hay en ella cosas que van y vienen, a veces vertiginosamente, pasando sobre la pequeña red que separa nuestros sentimientos de los ajenos. Y claro, como en el ping-pong, en ocasiones esas cosas se quedan enganchadas en la red.
Lo curioso es que, siendo una red tan pequeña, tenga la capacidad de capturar con tanta frecuencia lo que debería pasar sobre ella sin demasiado esfuerzo. Pero el juego de la vida es muy rápido y no es fácil golpear con precisión la ligera pelotita de nuestros deseos, de nuestras palabras o de nuestras emociones. Sobre todo, teniendo en cuenta que nunca dejan de suceder acontecimientos próximos que distraen la atención y no permiten que estemos siempre pendientes de lo más importante.

Todas estas cavilaciones parecen recordarnos que no es raro que la vida nos devuelva mucho de lo que lanzamos hacia los demás desde nuestro campo.
El egoísmo, la maldad, la soberbia y tantas otras pelotas de celuloide emocional, golpeadas por la pequeña raqueta de nuestro orgullo (que, como todos sabemos, tiene una cara de goma roja con puntitos en relieve y otra de corcho) con intención de que boten con violencia en la parte de la mesa de quien está frente a nosotros, corren el riesgo de sernos devueltas, con mayor precisión y fuerza, hacia nuestro propio campo y que, en consecuencia, el punto quede anotado en el marcador, pero en el casillero opuesto al que pretendíamos.

La vida es un gran ping-pong, sí. Un ping-pong permanente en el que no conviene jugar con material envenenado, porque puede que regrese con un efecto tan endiablado que nos resulte imposible de controlar. Y es que esta diferencia es la principal diversidad entre la vida y el ping-pong: no hace falta que la persona con la que estamos jugando nos devuelva la pelota. La propia vida se encarga de ello. En unas ocasiones tarda más y en otras menos... pero es raro que no acabe haciéndolo.

Tampoco faltan esas personas que juegan al ping-pong mental contra ellas mismas.
Se dedican a lanzarse una contradicción permanente en forma de sentimientos de esfericidad perfecta, lo que permite que no tengan ningún pico visible. Todo lo que ha cristalizado en su alma va por dentro, por lo que no hay aristas que rocen o perjudiquen unas emociones que, como buenas jugadoras de ping-pong que son, siempre tienen a buen recaudo.


Así es este juego, que se practica sobre una mesa azul que, vista desde arriba, parece una ventana con un intenso cielo tras ella. Un juego que necesita de una pelota en permanente y veloz trasiego que, en su insistente paso de un lado a otro, se asemeja a sucesivas, constantes y descaradas estrellas fugaces, condenadas a un movimiento perpetuo en el firmamento... o empeñadas en que no dejemos de verlas. 
Aunque demasiado volátiles como para que nos entreguen algo de lo que llevan en su interior. Si es que llevan algo que no sea aire.

No hay comentarios: