domingo, 11 de enero de 2015

El número once

Estaba todavía en esa edad en la que todo es posible.

En una pequeña placita sin nombre, frente a la alta tapia de un convento que resiste al empuje del tiempo, Lucas y Gregorio suelen tomar café por las mañanas. Hay un sitio nuevo y con grandes ventanales que parece estar invitando a quedarse en él durante horas. Sobre todo, en primavera. Lo que no sabe Lucas (Gregorio sí) es que el número once les observa... con poco interés, desde luego, porque desde esa terraza con vistas a la aurora solo se mira al horizonte.
Todo es blanco arriba, en el cuarto piso. Menos la guitarra que reposa junto a la ventana.
¡Queda tanto por vivir! Y la vida se presenta un tanto irreal, como en las películas francesas de autor, pero con escenarios madrileños. En realidad, allí nunca hubo tres muñecas. Dos sí, aunque una cambia a veces.
Todo es perfecto en aquel piso blanco de dos dormitorios, pero da un poco de miedo entrar en él. La sensación es que, después, será imposible salir. De hecho, hay quien nunca ha estado dentro y ya se ha quedado allí para siempre. La culpa, claro, es de la pureza que inspiran ese blanco impoluto y la sofisticada sensibilidad de quien lo alimenta.

Abajo, Lucas y Gregorio nada imaginan, enredados en una charla eterna, frente a unos cuantos árboles y muchos balcones. Ellos hablan del pasado, de un pasado que nunca existió y que, precisamente por eso, nunca volverá.
Pero arriba todo es diferente. Solo se habla del futuro... y del mar. El ayer no existe y menos cuando sale el sol por la izquierda de la cúpula del convento de las Góngoras, austera en su exterior y grandiosa y elegante por dentro, como el resto de la poco conocida iglesia que impulsara Felipe IV. Por suerte, el intenso brillo anaranjado del sol naciente de la mañana oculta, casi por completo, la pérfida silueta de la lejana Torre de Valencia.

Dicen que todas las muñecas acaban rompiéndose. Yo no lo creo. Eso suele ocurrir con las de porcelana, que son demasiado frágiles, pero no con las que generan una fuerte y constante energía vital, cuya intensidad se transmite solo a través de los ojos, mientras permanece concentrada en su envase inteligente, siempre dispuesto para destilar su valioso contenido en las dosis adecuadas. Sin excederse nunca, porque sabe que el camino es largo.

Lucas y Gregorio seguirán algún tiempo junto a la dama de blanco, que cambiará de compañera sin dejar sus largas bufandas ni sus gorros de lana. Como tampoco dejará sus ilusiones. Unas ilusiones que solo ella conoce y que se manifiestan en esos pocos ratos íntimos, nacidos alrededor de una solitaria taza de Nespresso. 
Luego, un día... en silencio, ella se marchará. Y el color blanco de las paredes y las sábanas se oscurecerá un poco. La Torre de Valencia crecerá en el horizonte y las campanas de la iglesia de las Mercedarias sonarán tristes.

Sin embargo, Lucas y Gregorio permanecerán eternamente en aquella esquina, a la que están unidos para siempre.

No hay comentarios: