No hace falta ser madrastra para mantener frecuentes diálogos con el espejo.
Hay quien lo hace por principio, como norma de comportamiento obligado, que viene muy bien para evitar las conversaciones con los demás y convertir los monólogos en, digamos, diálogos con alguien que suele estar predispuesto a dar la razón sin rechistar.
Es cierto que, a veces, los espejos nos salen respondones y se empeñan en contestar a determinadas preguntas con algunas impertinencias tan faltas de cortesía como, por ejemplo, mostrar nuestros defectos sin recato o, lo que aún es peor, recordándonos que nuestro comportamiento es absurdo, pueril o, al menos, inapropiado.
Y hablo solo de los espejos normales, porque los mágicos son todavía más peligrosos. Tienen la intolerable manía de decir la verdad de lo que ven y, a la habitual pregunta sobre la identidad de la más divina del reino, pueden soltarnos que nuestra proverbial belleza ya no es lo que era tiempo atrás.
Lo mismo puede pasar cuando la madrastra de turno interroga a su espejito encantado por la sensatez de su comportamiento. Por eso una avezada madrastra vocacional nunca hace esa pregunta. El riesgo es demasiado alto.
Ellas prefieren mantenerse vírgenes (es un decir) en su pureza de pensamientos, empeñadas siempre en esa breve y eterna lisonja que resbala sobre sus hombros y, a favor de la suerte, se hace rebelde ante los ojos ajenos.
Es muy probable que este motivo sea la razón por la que los espejos mágicos están de capa caída y vienen, de un tiempo a esta parte, siendo sustituidos por otros menos charlatanes y más obedientes. Un instalador veterano me comentaba hace unos días que hace años que ya no trabaja esta modalidad de espejos, porque no le resultaba rentable tener almacenado un género que no tiene mercado en nuestros días. Él ha superado esta crisis gracias a esos nuevos espejos, de dudosa procedencia, que tienen la virtud de distorsionar lo que reflejan y, sobre todo, la verdad, para devolver una imagen liberada de defectos físicos y complejos morales, evitando cualquier aproximación a una realidad que resulta molesta si lo que se pretende es justificar lo injustificable.
Parece que lo que ahora se lleva más (ya se sabe que las modas, los gustos y los sentimientos cambian mucho) son los espejos desafinados, en los que se interpreta una melodía emocional y suena otra muy diferente de la auténtica.
Pues eso, que las madrastras coronadas de soberbia sufren mucho.
martes, 23 de junio de 2015
martes, 16 de junio de 2015
Mi patria
Nunca he tenido muy claro cómo conceptualizar con acierto la palabra 'patria'.
Forjar una idea a partir de algo que parece concreto, pero que, en realidad, pertenece al mundo de los sentimientos, es algo que suele resultar tan complicado como entender el auténtico significado íntimo del honor (lo que menciono a guisa de ejemplo y no por su posible - o no - relación con el tema enunciado).
Hay una tendencia convencional a vincular patria y territorio, aunque es generalmente aceptado que el concepto 'patria' va más allá de lo que implica haber nacido en una tierra, en un pueblo o en alta mar.
Ya decía el viejo capitán del bergantín conocido como 'El Temido' (seguimos con los ejemplos) que su única patria era la mar. Otros enarbolan banderas de brillantes colores para encauzar sus emociones y tampoco faltan esos agnósticos (apátridas voluntarios), quienes consideran inaccesible para el conocimiento humano el significado final de lo patriótico.
Yo me siento ciudadano de unos cuantos sitios.... del Canal; de Alhama de Aragón; un poco, incluso, de Villaverde de Trucíos; y, sobre todo, de la calle de Fuencarral.
En todos ellos estoy en mi casa... pero, si a eso vamos, también me parece mi casa cualquier rincón del mundo. Viajar mucho es lo que tiene: conoces, entiendes, compartes... y acabas dividiendo el alma entre cuantos lugares han sido generosos con tu espíritu.
Sin embargo, pese a mi poca experiencia en la traducción al lenguaje vulgar de algo tan poderoso (y, relativamente, intangible), sí tengo, como la mayoría, un vínculo profundo que me parece muy próximo a cuantas interpretaciones he leído sobre lo que unos y otros entienden por 'patria'.
Los componentes afectivos, culturales, emotivos e intelectuales que conforman ese sentimiento tan potente y arraigado, están unidos, de forma indisoluble, con los años fundamentales de la vida de cualquier persona, esos en los que, espontáneamente, absorbes lo bueno y rechazas lo perjudicial, ayudando a la naturaleza a desarrollar tu capacidad para afrontar, siempre desde un punto de vista parcial y limitado, esa cosa tan abstracta e irreal que hemos convenido en llamar 'futuro'.
En este sentido, mi caso no es único, pero sí especial, como el de mis compañeros. Nosotros tuvimos la inmensa fortuna de pasar ese tiempo en un lugar excepcional: en la Colina de los Chopos, que diría Juan Ramón... o en la Colina del Viento, según la profesora Rosa Muro. Colina, al fin y al cabo, que domina con orgullo los antiguos Altos del Hipódromo.
Allí entramos siendo niños y salimos sabiendo muchas cosas, entre ellas, aprendimos que nunca hay que dejar de serlo (niño) y que la vida se engrandece, es cierto, con el conocimiento, pero más aún, con el respeto, la libertad y el compañerismo.
Algo había en aquellas paredes, en esos enormes espacios abiertos, que te ensanchaba el alma. Subir a diario a la colina era peregrinar hacia un mundo interior más amplio, enriquecido por una fuerza misteriosa que nos sigue impulsando medio siglo después.
No entiendo demasiado de patrias. Tampoco percibo con nitidez la difusa condición que divide a los pueblos en razas, estados y naciones... pero no tengo la más mínima duda acerca de que la patria que yo llevo dentro es patrimonio del espíritu. Y está en lo alto de esa vieja colina que sube hasta Serrano desde la Castellana. Mi patria es el Ramiro.
Forjar una idea a partir de algo que parece concreto, pero que, en realidad, pertenece al mundo de los sentimientos, es algo que suele resultar tan complicado como entender el auténtico significado íntimo del honor (lo que menciono a guisa de ejemplo y no por su posible - o no - relación con el tema enunciado).
Hay una tendencia convencional a vincular patria y territorio, aunque es generalmente aceptado que el concepto 'patria' va más allá de lo que implica haber nacido en una tierra, en un pueblo o en alta mar.
Ya decía el viejo capitán del bergantín conocido como 'El Temido' (seguimos con los ejemplos) que su única patria era la mar. Otros enarbolan banderas de brillantes colores para encauzar sus emociones y tampoco faltan esos agnósticos (apátridas voluntarios), quienes consideran inaccesible para el conocimiento humano el significado final de lo patriótico.
Yo me siento ciudadano de unos cuantos sitios.... del Canal; de Alhama de Aragón; un poco, incluso, de Villaverde de Trucíos; y, sobre todo, de la calle de Fuencarral.
En todos ellos estoy en mi casa... pero, si a eso vamos, también me parece mi casa cualquier rincón del mundo. Viajar mucho es lo que tiene: conoces, entiendes, compartes... y acabas dividiendo el alma entre cuantos lugares han sido generosos con tu espíritu.
Sin embargo, pese a mi poca experiencia en la traducción al lenguaje vulgar de algo tan poderoso (y, relativamente, intangible), sí tengo, como la mayoría, un vínculo profundo que me parece muy próximo a cuantas interpretaciones he leído sobre lo que unos y otros entienden por 'patria'.
Los componentes afectivos, culturales, emotivos e intelectuales que conforman ese sentimiento tan potente y arraigado, están unidos, de forma indisoluble, con los años fundamentales de la vida de cualquier persona, esos en los que, espontáneamente, absorbes lo bueno y rechazas lo perjudicial, ayudando a la naturaleza a desarrollar tu capacidad para afrontar, siempre desde un punto de vista parcial y limitado, esa cosa tan abstracta e irreal que hemos convenido en llamar 'futuro'.
En este sentido, mi caso no es único, pero sí especial, como el de mis compañeros. Nosotros tuvimos la inmensa fortuna de pasar ese tiempo en un lugar excepcional: en la Colina de los Chopos, que diría Juan Ramón... o en la Colina del Viento, según la profesora Rosa Muro. Colina, al fin y al cabo, que domina con orgullo los antiguos Altos del Hipódromo.
Allí entramos siendo niños y salimos sabiendo muchas cosas, entre ellas, aprendimos que nunca hay que dejar de serlo (niño) y que la vida se engrandece, es cierto, con el conocimiento, pero más aún, con el respeto, la libertad y el compañerismo.
Algo había en aquellas paredes, en esos enormes espacios abiertos, que te ensanchaba el alma. Subir a diario a la colina era peregrinar hacia un mundo interior más amplio, enriquecido por una fuerza misteriosa que nos sigue impulsando medio siglo después.
No entiendo demasiado de patrias. Tampoco percibo con nitidez la difusa condición que divide a los pueblos en razas, estados y naciones... pero no tengo la más mínima duda acerca de que la patria que yo llevo dentro es patrimonio del espíritu. Y está en lo alto de esa vieja colina que sube hasta Serrano desde la Castellana. Mi patria es el Ramiro.
domingo, 7 de junio de 2015
Álgebra vital
El origen etimológico de la palabra 'álgebra' nos lleva a una acepción más próxima a la reintegración que a la aritmética, de la que, dicho sea de paso, el álgebra se ha ido distanciando con el paso del tiempo.
A mí siempre me gustó el álgebra lineal, pero debo reconocer que tiene mucho más interés la que, de un tiempo a esta parte, viene siendo conocida en el mundo como 'álgebra vital'.
Esta rama del álgebra es antiquísima, pese a no haber sido estudiada en profundidad desde tiempos de Pitágoras y otros matemáticos clásicos (que tenían mucho de filósofos, claro).
El álgebra vital está basada en el número siete. Pero no por que a él se le atribuyan propiedades sobrenaturales o cabalísticas, sino por puras cuestiones técnicas.
Tras el siete, el principal número del álgebra vital es el seis. Casi todos los demás carecen de importancia.
Esto nos lleva a la conclusión de que el álgebra vital es un sistema binario, cuya trascendencia para el correcto funcionamiento del calculo infinitesimal de las emociones puede verse severamente afectado por el llamado 'silencio cósmico', que definiera Euclides.
Ya dijo Thales de Mileto que casi todo tiene una explicación racional y que, si no la conocemos, debemos buscarla. El problema que hoy se nos plantea ante las tesis de este filósofo, precursor de la geometría moderna, es el tradicional del álgebra vital: las explicaciones racionales que encontramos a muchas cosas no nos gustan nada.
Pero el álgebra vital tiene soluciones para estas difíciles cuestiones. Una compleja fórmula matemática, basada en una ingeniosa combinación de sietes y seises, suele ser suficiente para resolverlas. Aunque puede quedar sin despejar una incógnita, decisiva para la ecuación fundamental de la vida. Es la que los tratados algebraicos representan con la letra V (mayúscula) y que significa la voluntad del individuo por contribuir positivamente a la reformulación de los procesos vitales interrumpidos.
Pese a todo, es indiscutible que el álgebra vital es más complicada que la lineal, ya que en ella intervienen elementos poco susceptibles de encuadrar en teoremas y postulados. Por eso, resolver a diario ecuaciones vitales con varias incógnitas no solo resulta difícil sino, sobre todo, muy cansado.
Hasta el poco discutible Principio de Perogrul-lo puede llegar a ser agotador, aunque tiene una formulación meridianamente clara: (7+6) Vx = (6+7) Vy, siendo x un número negativo inferior a 4 9 2004 y manteniéndose y como una constante permanente.
Cualquier aficionado a las matemáticas emocionales sabe que es una ecuación muy sencilla y, a la vez, imposible de resolver, por incomprensible que parezca.
Y es que el álgebra vital es, a veces, tan rara que no hay quien la entienda.
A mí siempre me gustó el álgebra lineal, pero debo reconocer que tiene mucho más interés la que, de un tiempo a esta parte, viene siendo conocida en el mundo como 'álgebra vital'.
Esta rama del álgebra es antiquísima, pese a no haber sido estudiada en profundidad desde tiempos de Pitágoras y otros matemáticos clásicos (que tenían mucho de filósofos, claro).
El álgebra vital está basada en el número siete. Pero no por que a él se le atribuyan propiedades sobrenaturales o cabalísticas, sino por puras cuestiones técnicas.
Tras el siete, el principal número del álgebra vital es el seis. Casi todos los demás carecen de importancia.
Esto nos lleva a la conclusión de que el álgebra vital es un sistema binario, cuya trascendencia para el correcto funcionamiento del calculo infinitesimal de las emociones puede verse severamente afectado por el llamado 'silencio cósmico', que definiera Euclides.
Ya dijo Thales de Mileto que casi todo tiene una explicación racional y que, si no la conocemos, debemos buscarla. El problema que hoy se nos plantea ante las tesis de este filósofo, precursor de la geometría moderna, es el tradicional del álgebra vital: las explicaciones racionales que encontramos a muchas cosas no nos gustan nada.
Pero el álgebra vital tiene soluciones para estas difíciles cuestiones. Una compleja fórmula matemática, basada en una ingeniosa combinación de sietes y seises, suele ser suficiente para resolverlas. Aunque puede quedar sin despejar una incógnita, decisiva para la ecuación fundamental de la vida. Es la que los tratados algebraicos representan con la letra V (mayúscula) y que significa la voluntad del individuo por contribuir positivamente a la reformulación de los procesos vitales interrumpidos.
Pese a todo, es indiscutible que el álgebra vital es más complicada que la lineal, ya que en ella intervienen elementos poco susceptibles de encuadrar en teoremas y postulados. Por eso, resolver a diario ecuaciones vitales con varias incógnitas no solo resulta difícil sino, sobre todo, muy cansado.
Hasta el poco discutible Principio de Perogrul-lo puede llegar a ser agotador, aunque tiene una formulación meridianamente clara: (7+6) Vx = (6+7) Vy, siendo x un número negativo inferior a 4 9 2004 y manteniéndose y como una constante permanente.
Cualquier aficionado a las matemáticas emocionales sabe que es una ecuación muy sencilla y, a la vez, imposible de resolver, por incomprensible que parezca.
Y es que el álgebra vital es, a veces, tan rara que no hay quien la entienda.
jueves, 21 de mayo de 2015
Dulces amazonas
El reciente descubrimiento de un texto inédito de Heródoto nos ofrece una nueva perspectiva sobre el legendario pueblo de la amazonas, contra las que los antiguos griegos se vieron obligados a mantener una lucha terrible y permanente.
Este sorprendente documento revela la existencia de un segundo pueblo de amazonas, tan guerreras y despiadadas como las hasta ahora conocidas, pero capaces de combinar sus bélicas virtudes con un carácter dulce y reposado que contrasta con la violenta condición que la tradición clásica griega atribuye a su carácter.
Según Heródoto, fue en una remota región de Escitia donde estas famosas doncellas practicaban el arte de la dulzura con la misma soltura y precisión que el de la caza o el de la guerra.
No quiere esto decir que fueran menos peligrosas que sus vecinas sármatas (donde parece que residían las hasta ahora documentadas), sino que, por el contrario, presentaban rasgos de mayor crueldad en su comportamiento, acrecentados por la aparente contradicción con su estilo suave y delicado.
En cuanto a su aspecto físico (siempre según este nuevo texto de Heródoto), parece que, cuando estaban en reposo, transmitía una engañosa sensación de paz, camuflada tras unos rostros sonrientes y miradas serenas. Dice el historiador griego que esta raza de amazonas era, por naturaleza, de pecho pequeño, lo que facilitaba el uso del arco y la lanza, sin necesidad de amputación o protección especial alguna, tan frecuentes en sus hermanas de Sarmacia.
Fue una suerte para los antiguos griegos que nunca llegaran a enfrentarse a estas amazonas. Heracles, Teseo y Aquiles hubiesen tenido muchas más dificultades en una lucha contra ellas, confundidos por su aparente dulzura, sedados por la suavidad de su mirada y aturdidos por el acento de sus voces.
Porque, en combate, eran verdaderamente mortíferas, implacables, despiadadas. Su odio ancestral por el sexo masculino era tan virulento (por lo que dice lo ahora encontrado) que descuartizaban a sus víctimas y echaban sus despojos a las fieras, arrojando a la hoguera los huesos, junto con los restos de sus vestiduras.
Nunca aceptaron el diálogo o la paz, ya que estaban educadas en una soberbia sublime que las hacía considerarse herederas de las diosas (en su religión no había dioses, claro) y, por lo tanto, en posesión eterna de la verdad y la razón.
Todavía es pronto para evaluar en profundidad el contenido del texto descubierto y las consecuencias históricas que puedan derivarse de su estudio, pero, con independencia de lo que puedan concluir los eruditos, es aterrador pensar que haya podido existir, en algún momento, una raza tan peligrosa, aunque haya sido más allá de los confines del mundo civilizado. Produce escalofríos imaginar que seres de estas características pudieran haber evolucionado con el paso del tiempo, llegando hasta nuestros días...
Afortunadamente, nada parece indicar que descendientes de aquellas bárbaras tribus de instintos asesinos hayan podido subsistir y estar hoy presentes entre nosotros, en este mundo actual, tan políticamente correcto y sofisticado. Es un alivio.
Este sorprendente documento revela la existencia de un segundo pueblo de amazonas, tan guerreras y despiadadas como las hasta ahora conocidas, pero capaces de combinar sus bélicas virtudes con un carácter dulce y reposado que contrasta con la violenta condición que la tradición clásica griega atribuye a su carácter.
Según Heródoto, fue en una remota región de Escitia donde estas famosas doncellas practicaban el arte de la dulzura con la misma soltura y precisión que el de la caza o el de la guerra.
No quiere esto decir que fueran menos peligrosas que sus vecinas sármatas (donde parece que residían las hasta ahora documentadas), sino que, por el contrario, presentaban rasgos de mayor crueldad en su comportamiento, acrecentados por la aparente contradicción con su estilo suave y delicado.
En cuanto a su aspecto físico (siempre según este nuevo texto de Heródoto), parece que, cuando estaban en reposo, transmitía una engañosa sensación de paz, camuflada tras unos rostros sonrientes y miradas serenas. Dice el historiador griego que esta raza de amazonas era, por naturaleza, de pecho pequeño, lo que facilitaba el uso del arco y la lanza, sin necesidad de amputación o protección especial alguna, tan frecuentes en sus hermanas de Sarmacia.
Fue una suerte para los antiguos griegos que nunca llegaran a enfrentarse a estas amazonas. Heracles, Teseo y Aquiles hubiesen tenido muchas más dificultades en una lucha contra ellas, confundidos por su aparente dulzura, sedados por la suavidad de su mirada y aturdidos por el acento de sus voces.
Porque, en combate, eran verdaderamente mortíferas, implacables, despiadadas. Su odio ancestral por el sexo masculino era tan virulento (por lo que dice lo ahora encontrado) que descuartizaban a sus víctimas y echaban sus despojos a las fieras, arrojando a la hoguera los huesos, junto con los restos de sus vestiduras.
Nunca aceptaron el diálogo o la paz, ya que estaban educadas en una soberbia sublime que las hacía considerarse herederas de las diosas (en su religión no había dioses, claro) y, por lo tanto, en posesión eterna de la verdad y la razón.
Todavía es pronto para evaluar en profundidad el contenido del texto descubierto y las consecuencias históricas que puedan derivarse de su estudio, pero, con independencia de lo que puedan concluir los eruditos, es aterrador pensar que haya podido existir, en algún momento, una raza tan peligrosa, aunque haya sido más allá de los confines del mundo civilizado. Produce escalofríos imaginar que seres de estas características pudieran haber evolucionado con el paso del tiempo, llegando hasta nuestros días...
Afortunadamente, nada parece indicar que descendientes de aquellas bárbaras tribus de instintos asesinos hayan podido subsistir y estar hoy presentes entre nosotros, en este mundo actual, tan políticamente correcto y sofisticado. Es un alivio.
martes, 19 de mayo de 2015
Mi amigo Claudio
Mi amigo Claudio tuvo una novia española. Eso fue hace mucho, sí, pero él aún se acuerda de ella. Si no me equivoco (puede que sí) aquello sucedió en Jávea, al pie del Montgó, hace ya cerca de cuarenta años.
La novia también recuerda a Claudio (solo en determinados momentos y bajo estrictas condiciones, desde luego), pero ya casi tiene olvidado el problema que, mucho tiempo después, Claudio tuvo con una gamba (una gamba italiana, claro).
No es que Claudio fuese un paradigma de fidelidad, pero, en cualquier caso, le hubiese resultado imposible retener a su novia española. Y, aún menos, desde Turín. Él sabía muy bien que con ella en la distancia no había nada que hacer, por lo que, sin sufrir demasiado, decidió que lo mejor era ser práctico y concentrar su atención en las demás chicas guapas que había en el mundo (muchas, sin duda alguna). Como Claudio no estaba nada mal y, además, era (es) muy simpático, nunca tuvo problemas en ese aspecto y se pasó las siguientes décadas rodeado de chicas y, con el paso del tiempo, de mujeres algo menos jóvenes, aunque siempre atractivas. Hoy, Claudio sigue siendo un excelente amigo y una gran persona. Me alegra ver que es feliz.
Su novia española también era una buena chica. Eso sí, se equivocó... se equivocaba. Con los puntos cardinales y esas cosas. Porque las buenas personas también se confunden. La vida es complicada y no se puede mantener la clarividencia en todas las ocasiones.
A veces surgen montañas al borde del mar, como la roca basáltica de Le Morne, en la lejana isla de Mauricio, un monte inesperado en el paisaje, al igual que Ifach o Gibraltar... tan cerca de la costa que llaman poderosamente la atención. Despistan tanto que provocan errores graves, errores los cometemos todos, con rocas y sin rocas. Pero se pueden corregir, siempre y cuando no nos ciegue el orgullo, ese personaje pequeño y ruin que se esconde debajo de la camisa y se dedica, con frecuencia, a intentar convencernos de que la razón solo está de nuestro lado y nos insiste, sin desmayo, en esa teoría de la culpabilidad ajena, tan dañina para alcanzar la felicidad.
Si yo supiera cómo hacerlo, se lo advertiría a la novia de mi amigo y la vida volvería a tomar su curso normal. El mar y el cielo recuperarían ese color turquesa pálido, tan característico de quienes muestran una voluntad positiva, y la gran roca, descompuesta en tonos violetas, dejaría de ser un obstáculo insalvable.
Luego, al cabo de un rato de haber pensado en ello, me doy cuenta de que todo es una utopía, porque, como aseguran los que más saben de estos temas, lo más probable es que yo esté muy despistado y, en realidad, la novia española de mi amigo Claudio no fue más que el reflejo imaginario de una sinfonía fantástica... como la de Berlioz. En su segundo movimiento, naturalmente.
La novia también recuerda a Claudio (solo en determinados momentos y bajo estrictas condiciones, desde luego), pero ya casi tiene olvidado el problema que, mucho tiempo después, Claudio tuvo con una gamba (una gamba italiana, claro).
No es que Claudio fuese un paradigma de fidelidad, pero, en cualquier caso, le hubiese resultado imposible retener a su novia española. Y, aún menos, desde Turín. Él sabía muy bien que con ella en la distancia no había nada que hacer, por lo que, sin sufrir demasiado, decidió que lo mejor era ser práctico y concentrar su atención en las demás chicas guapas que había en el mundo (muchas, sin duda alguna). Como Claudio no estaba nada mal y, además, era (es) muy simpático, nunca tuvo problemas en ese aspecto y se pasó las siguientes décadas rodeado de chicas y, con el paso del tiempo, de mujeres algo menos jóvenes, aunque siempre atractivas. Hoy, Claudio sigue siendo un excelente amigo y una gran persona. Me alegra ver que es feliz.
Su novia española también era una buena chica. Eso sí, se equivocó... se equivocaba. Con los puntos cardinales y esas cosas. Porque las buenas personas también se confunden. La vida es complicada y no se puede mantener la clarividencia en todas las ocasiones.
A veces surgen montañas al borde del mar, como la roca basáltica de Le Morne, en la lejana isla de Mauricio, un monte inesperado en el paisaje, al igual que Ifach o Gibraltar... tan cerca de la costa que llaman poderosamente la atención. Despistan tanto que provocan errores graves, errores los cometemos todos, con rocas y sin rocas. Pero se pueden corregir, siempre y cuando no nos ciegue el orgullo, ese personaje pequeño y ruin que se esconde debajo de la camisa y se dedica, con frecuencia, a intentar convencernos de que la razón solo está de nuestro lado y nos insiste, sin desmayo, en esa teoría de la culpabilidad ajena, tan dañina para alcanzar la felicidad.
Si yo supiera cómo hacerlo, se lo advertiría a la novia de mi amigo y la vida volvería a tomar su curso normal. El mar y el cielo recuperarían ese color turquesa pálido, tan característico de quienes muestran una voluntad positiva, y la gran roca, descompuesta en tonos violetas, dejaría de ser un obstáculo insalvable.
Luego, al cabo de un rato de haber pensado en ello, me doy cuenta de que todo es una utopía, porque, como aseguran los que más saben de estos temas, lo más probable es que yo esté muy despistado y, en realidad, la novia española de mi amigo Claudio no fue más que el reflejo imaginario de una sinfonía fantástica... como la de Berlioz. En su segundo movimiento, naturalmente.
lunes, 11 de mayo de 2015
Sonrisas saduceas
Los saduceos eran, fundamentalmente, materialistas. Algo que, como todos sabemos, se lleva mucho hoy en día. Pero claro, en los lejanos tiempos del siglo I a.C. era una postura menos habitual que en las épocas que ahora corren.
Ser saduceo (aparte de lo que transmite la poco tranquilizadora fonética del nombre) era ser un tanto especial. Había muchos saduceos ricos, desde luego, por eso eran acérrimos defensores de lo material. Su interesante teoría venía a decir (más o menos) que Dios premiaba a los buenos en vida, no después de muertos. De ahí que ellos, se considerasen no solo ricos, sino, también, buenos (Dios les premiaba con sus riquezas), mientras que los pobres no debían ser tan buenos a los ojos de Dios, ya que eran castigados con la pobreza...
Es probable que la explicación-resumen que yo doy de la vieja secta saducea sea excesivamente sintética y, en consecuencia, no del todo exacta, pero algo de lo que cuento había.
Dicen que la secta desapareció hace un montón de siglos, pero yo no lo tengo tan claro. Sobre todo, observando lo que ocurre a mi alrededor. Vivimos en una era en la que abundan los que podríamos llamar neo-saduceos.
No parecen, es cierto, tan preocupados por la literalidad de la Torá como sus arcaicos predecesores, pero coinciden con ellos en algunos aspectos muy concretos.
Por ejemplo, en las sonrisas.
La verdadera sonrisa es una expresión de un sentimiento interior. Es un signo externo que transmite, según el caso, una actitud determinada y, en general, un afecto o una intención positiva.
Sin embargo, esto no es así para los neo-saduceos. Ellos sonríen por superioridad, por displicencia hacia el resto de los mortales. Y saben que su sonrisa les suele granjear ventajas. He ahí el motivo de que siempre tengan pintada una en sus labios.
No te quieren, no te aprecian... ni siquiera te consideran, pero te sonríen.
Y los mortales, los simples mortales que creen que la sonrisa es reflejo del espíritu, se equivocan mucho con ellos. Piensan que los neo-saduceos les quieren o, al menos, les tienen simpatía. Pero no es así. Un neo-saduceo sonríe por principio, porque le han enseñado (o ha aprendido) que sonreír produce beneficios.
Su sonrisa es consistente, duradera, inmune a su estado de ánimo. Son sonrisas que matan, que destruyen, que arrasan con cuanto encuentran a su paso.
Están, además, muy bien calculadas, ya que la sonrisa saducea nunca es exagerada y, si llega a convertirse en risa (que rara vez sucede), es una risa contenida, cronometrada y breve.
Los neo-saduceos ríen con los labios y con los ojos, a los que saben dar un ligero brillo que acentúa el efecto de su sonrisa.
Luego, cuando ya no interesa, con un leve giro de cuello, enfocan su sonrisa hacia otro objetivo y olvidan. Olvidan y callan.
A fin de cuentas, hay que tener presente que los saduceos no aceptan lo espiritual. Su vida se desenvuelve muy por encima de esas pequeñeces.
Por eso están tan orgullos de sí mismos. Por eso son tan felices.
Ser saduceo (aparte de lo que transmite la poco tranquilizadora fonética del nombre) era ser un tanto especial. Había muchos saduceos ricos, desde luego, por eso eran acérrimos defensores de lo material. Su interesante teoría venía a decir (más o menos) que Dios premiaba a los buenos en vida, no después de muertos. De ahí que ellos, se considerasen no solo ricos, sino, también, buenos (Dios les premiaba con sus riquezas), mientras que los pobres no debían ser tan buenos a los ojos de Dios, ya que eran castigados con la pobreza...
Es probable que la explicación-resumen que yo doy de la vieja secta saducea sea excesivamente sintética y, en consecuencia, no del todo exacta, pero algo de lo que cuento había.
Dicen que la secta desapareció hace un montón de siglos, pero yo no lo tengo tan claro. Sobre todo, observando lo que ocurre a mi alrededor. Vivimos en una era en la que abundan los que podríamos llamar neo-saduceos.
No parecen, es cierto, tan preocupados por la literalidad de la Torá como sus arcaicos predecesores, pero coinciden con ellos en algunos aspectos muy concretos.
Por ejemplo, en las sonrisas.
La verdadera sonrisa es una expresión de un sentimiento interior. Es un signo externo que transmite, según el caso, una actitud determinada y, en general, un afecto o una intención positiva.
Sin embargo, esto no es así para los neo-saduceos. Ellos sonríen por superioridad, por displicencia hacia el resto de los mortales. Y saben que su sonrisa les suele granjear ventajas. He ahí el motivo de que siempre tengan pintada una en sus labios.
No te quieren, no te aprecian... ni siquiera te consideran, pero te sonríen.
Y los mortales, los simples mortales que creen que la sonrisa es reflejo del espíritu, se equivocan mucho con ellos. Piensan que los neo-saduceos les quieren o, al menos, les tienen simpatía. Pero no es así. Un neo-saduceo sonríe por principio, porque le han enseñado (o ha aprendido) que sonreír produce beneficios.
Su sonrisa es consistente, duradera, inmune a su estado de ánimo. Son sonrisas que matan, que destruyen, que arrasan con cuanto encuentran a su paso.
Están, además, muy bien calculadas, ya que la sonrisa saducea nunca es exagerada y, si llega a convertirse en risa (que rara vez sucede), es una risa contenida, cronometrada y breve.
Los neo-saduceos ríen con los labios y con los ojos, a los que saben dar un ligero brillo que acentúa el efecto de su sonrisa.
Luego, cuando ya no interesa, con un leve giro de cuello, enfocan su sonrisa hacia otro objetivo y olvidan. Olvidan y callan.
A fin de cuentas, hay que tener presente que los saduceos no aceptan lo espiritual. Su vida se desenvuelve muy por encima de esas pequeñeces.
Por eso están tan orgullos de sí mismos. Por eso son tan felices.
viernes, 1 de mayo de 2015
Gafas
No se decidió a usar gafas para ver mejor (que también), sino que se compró aquella montura negra de pasta con la principal intención de que pareciera un esnobismo premeditado para dar un aire algo más intelectual a un rostro cuya fama, tan frecuentemente comentada en diversos círculos, llevaba tiempo etiquetada por otros méritos.
El caso es que pasó de llevar gafas invisibles a otras muy notorias, capaces de esconder sus ojos tras unos cristales transparentes. Esto es algo que parece una paradoja en la teoría, pero que no lo es en la práctica. En primer lugar, los ojos se agrandan detrás de unas lentes de aumento que, además de corregir el astigmatismo, evitan que los fotones indeseados lleguen a tocar unas pupilas tan delicadas.
Así, entre el tinte (que, poco a poco, va sustituyendo a las mechas) y las grandes y ostensibles gafas, se va trasladando la personalidad percibida a las nuevas situaciones laborales y personales que, aunque nunca han dejado de aspirar a lo máximo, ahora lo hacen recorriendo unos caminos menos directos, algo más acordes con el nuevo posicionamiento estratégico.
Y es que las gafas normales son un disfraz excelente. Si no, que se lo pregunten a Supermán, que apenas precisa de unas gafas y una corbata para pasar desapercibido ante el mundo, travestido de Clark Kent (Luisa Lane sospecha algo, sí).
Nunca tuve claro, por cierto, si Supermán podía utilizar su vista telescópica y su visión de rayos X a través del cristal de las gafas de Clark Kent, porque ya digo que los cristales, sean o no transparentes, protegen mucho. Lo que sí es evidente es que debía tener un número considerable de gafas (todas iguales, claro), porque cada vez que se metía en una cabina telefónica para cambiarse, allí se quedaba un par...
Ella, sin embargo (me refiero a esa señora imaginaria, inexistente e inventada sobre la que trata este artículo), no tiene ese problema. Se puso las gafas para renegar de su pasado y convertirse en una persona nueva, ajena a todo lo que fue. Quiere pasar desapercibida ante el mundo, Como Clark Kent, trabajando en la redacción de su periódico (el Daily Planet) y, a la vez, evitar el inflamable contacto de esos invisibles átomos a los que tanto teme. Aquellos a los que cantaba Bécquer en su rima número X:
Los invisibles átomos del aire
en derredor palpitan y se inflaman;
el cielo se deshace en rayos de oro;
la tierra se estremece alborozada;
oigo flotando en olas de armonía
rumor de besos y batir de alas;
mis párpados se cierran... ¿Qué sucede?
¡Es el amor, que pasa!
El caso es que pasó de llevar gafas invisibles a otras muy notorias, capaces de esconder sus ojos tras unos cristales transparentes. Esto es algo que parece una paradoja en la teoría, pero que no lo es en la práctica. En primer lugar, los ojos se agrandan detrás de unas lentes de aumento que, además de corregir el astigmatismo, evitan que los fotones indeseados lleguen a tocar unas pupilas tan delicadas.
Así, entre el tinte (que, poco a poco, va sustituyendo a las mechas) y las grandes y ostensibles gafas, se va trasladando la personalidad percibida a las nuevas situaciones laborales y personales que, aunque nunca han dejado de aspirar a lo máximo, ahora lo hacen recorriendo unos caminos menos directos, algo más acordes con el nuevo posicionamiento estratégico.
Y es que las gafas normales son un disfraz excelente. Si no, que se lo pregunten a Supermán, que apenas precisa de unas gafas y una corbata para pasar desapercibido ante el mundo, travestido de Clark Kent (Luisa Lane sospecha algo, sí).
Nunca tuve claro, por cierto, si Supermán podía utilizar su vista telescópica y su visión de rayos X a través del cristal de las gafas de Clark Kent, porque ya digo que los cristales, sean o no transparentes, protegen mucho. Lo que sí es evidente es que debía tener un número considerable de gafas (todas iguales, claro), porque cada vez que se metía en una cabina telefónica para cambiarse, allí se quedaba un par...
Ella, sin embargo (me refiero a esa señora imaginaria, inexistente e inventada sobre la que trata este artículo), no tiene ese problema. Se puso las gafas para renegar de su pasado y convertirse en una persona nueva, ajena a todo lo que fue. Quiere pasar desapercibida ante el mundo, Como Clark Kent, trabajando en la redacción de su periódico (el Daily Planet) y, a la vez, evitar el inflamable contacto de esos invisibles átomos a los que tanto teme. Aquellos a los que cantaba Bécquer en su rima número X:
Los invisibles átomos del aire
en derredor palpitan y se inflaman;
el cielo se deshace en rayos de oro;
la tierra se estremece alborozada;
oigo flotando en olas de armonía
rumor de besos y batir de alas;
mis párpados se cierran... ¿Qué sucede?
¡Es el amor, que pasa!
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