jueves, 2 de junio de 2016

La puerta del dragón

Hoy no creo que queden en todo el mundo más de cinco personas que recuerden su existencia, y puede que alguna de ellas ya lo haya olvidado.
Sin embargo, detrás de aquella puerta, sobre la que brillaba una dorada placa de latón del tamaño de una tarjeta de visita, hubo un local extraordinario.
Un gran repostero de raso amarillo ocupaba todo el espacio de la pared de la sala principal, colgado sobre la chimenea. El negro dragón rampante, bordado en su centro, era el mismo que estaba grabado en la pequeña placa de la puerta. Había más banderas y dragones por las distintas estancias, claro, pero estos dos eran los más llamativos.

Casi nadie conseguía atravesar esa inquietante puerta, protegida por la imagen de aquella milenaria criatura, de expresión levemente triste y garras poderosas. El secreto ritual que cuidaba del misterio que se escondía tras ella fue guardado durante muchos años. Incluso hoy, nadie se atreve a hablar de casi nada de lo que sucedió entre aquellos muros.
Debajo había un pequeño jardín, pero rara vez quien estaba dentro se asomaba para verlo. Eran demasiados los enemigos que acechaban como para romper los estrictos códigos de seguridad.

Por eso, a quienes conocemos bien los extraordinarios sucesos que se produjeron en ese insólito lugar, los estrafalarios finales de famosas novelas como 'El Club Dumas' o 'El péndulo de Foucault' (por poner solo dos ejemplos) nos resultan pintorescos... bordeando, incluso, lo grotesco. Es evidente que sus respectivos autores, excelentes escritores ambos, se quedaron muy lejos de una realidad que nadie es capaz de imaginar (excepto el celebérrimo Erik, habitante subterráneo del Palais Garnier). Como es lógico, es imposible revelar lo que allí pasó, al igual que no nos está permitido mencionar su ubicación. Baste decir que ya todo pertenece al pasado y que la placa de latón está a buen recaudo.

Cuando se tapió la puerta, todo lo que hubo dentro quedó sellado en el tiempo para siempre. Es lo mismo que suele hacerse con las tumbas de los faraones: hay que ponerlas a salvo de los ladrones, ya que los tesoros que esconden son tan valiosos que despiertan la codicia de propios y extraños. En el caso de la puerta del dragón, hacerlo era doblemente importante, ya que a los habituales salteadores había que añadir otros, tal vez más frecuentes que los primeros, cuyo objetivo no es tan solo robar las riquezas materiales, sino otras mucho menos tangibles, que también hay que preservar de sus potenciales profanadores.

Saquear la memoria es grave, pero puede llegar a producir significativos beneficios a quien lo hace (sin dejar de entrañar serios riesgos, desde luego). Ahora bien, es muchísimo más dañino el robo de la verdad. Hasta cuando se realiza sin violencia, convirtiéndose en un simple hurto. Por eso es tan importante dejar selladas las puertas cuando se abandona un recinto en el que la lealtad escribió páginas para la historia, bajo la atenta mirada de un centinela que no puede ser defraudado impunemente.
¿Que cuál debe ser el castigo para el ladrón? Ninguno. No hace falta. Como diría el bueno de Roque (uno de mis barítonos preferidos), "la penitencia va en el pecado". De todas formas, él, como buen marinero, prefería tener la casa a flote y que el mar meciera su camarote. Y Mala Estrella está de acuerdo con él en todo. Yo, menos, porque aunque sí me gusta balancearme al arrullo del agua... el olor a brea me molesta un poco.

Pero no es este asunto de la incumbencia de Roque o de Jorge. Y, mucho menos, de Pascual, ese tosco y rudo trabajador que pulir quisiera su áspera voz. Es, más bien, cosa de Marina, quien, con su frágil aspecto de mosquita muerta, la organizó buena.  Hasta parece que, en una ocasión (según contaba, dejándonos perplejos, José María), quemaron barcos y todo en la playa de Lloret... o en la costa de levante, que ya, con el paso de los años, me voy armando un lío.
De lo único que no cabía ninguna duda era de que, allí dentro, la novia no parecía estar muy satisfecha. Al menos se apreciaban en su faz (así se referían a su cara) las señales del llanto...

Lo dicho: un fanal que el mar azota, sin matar su luz jamás. Jamás.

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