viernes, 9 de octubre de 2015

Mundos dulces

Ella soñaba con un universo de planetas dulces, de caramelo.
Era un espacio desordenado, en el que mundos de todos los colores se amontonaban, como lo hacen las canicas en la caja de cartón de un niño. De un niño de los de antes, claro, porque los de ahora no juegan al gua ni coleccionan bolitas de barro o cristal.

Pero aquel universo era utópicamente singular. En él, lo de menos eran las órbitas, la gravedad o cualquier tipo de sistematización organizada. Las leyes de la astrofísica brillaban por su ausencia... mientras que los mundos edulcorados brillaban por su presencia.

En cualquier caso, tampoco era importante el conjunto. Lo que sí era relevante es que cada uno de aquellos oníricos planetas fuese dulce, muy dulce.
Todo era dulce, suave... feliz en ellos. Eran lugares en los que vivir era fácil, como en el Summertime de Gershwin. De hecho, cada vez que soñaba con ellos (y lo hacía constantemente), su imaginación se trasladaba a una casa en la ladera de un monte levantino que miraba al mar desde su imponente presencia sobre ese cabo que apuntaba hacia las islas blancas.

Sin embargo, los mundos así no existen. O, al menos, no los conocemos. En realidad, el mundo que tenemos más próximo tiene poco de dulce. Es un lugar duro, difícil, en el que cada uno lucha para sí mismo, sin importarle el destino ajeno. Es un mundo ácido... amargo. Y ella lo sabía. No solo lo sabía, sino que contribuía con su forma de actuar y con su comportamiento a que lo fuera. 
Cierto es que sus besos y sus caricias estaban diseñados para aparentar dulzura, al igual que su piel y su mirada, aunque lo que derramaban era un confeti incoloro y agrio, que dejaba un poso indeleble en quienes no comulgaban con la temporalidad de lo eternamente circunstancial, ni en la inexorabilidad permanente del viejo pájaro rebelde al que puso música Bizet.

Pero ella seguía soñando con un mundo dulce. Se consideraba a sí misma una airosa flor de la canela, caminando del puente a la alameda, con jazmines en el pelo y rosas en la cara. Lástima que la expresión ya esté en desuso. Ni siquiera Chabuca Granda fue capaz de dotar a su célebre vals de tanto encanto como la soñadora reservaba para sí misma.

Todo seguía flotando entre sus mundos dulces, en esos planetas suaves, ociosos y vacíos, apenas habitados por onomásticas, cumpleaños y navidades. 
Mundos inútiles y malditos, al fin y al cabo, en los que los espíritus errantes juegan con sus canicas de hielo y mármol sobre la sepultura de unos sentimientos que nunca podrán descansar en paz. 

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