viernes, 16 de octubre de 2015

El extraño caso de Giorgio Rochas

Giorgio Rochas era mitad californio, mitad francés. Sin embargo, él siempre se sintió londinense, sin renegar de sus orígenes valencianos.
Era, desde luego, un personaje singular. Solía vestir a rayas blancas y amarillas, aunque el azul agua (a ser posible con ondas) había sido su color favorito en un tiempo. 

A Giorgio le gustaba viajar, sobre todo por España y Europa, y nadie sabía, a ciencia cierta el porqué de su nombre de pila. Ni siquiera parecía adoptado a causa de sus gustos o aficiones, ya que su novelista preferido era Süskind, quien nada tenía de italiano.

De lo que no cabía ninguna duda era de que el señor Rochas tenía características notables y singulares. Amaba la música romántica, los ventiladores de techo que se movían muy lentamente, las lentejas estofadas y los jardines británicos. También le gustaban Juan Ramón Jiménez y Brasil, pero esto casi nadie lo sabía.

Nada hacía sospechar que una persona como él pudiera ser víctima de un fulminante ataque al corazón. Por eso fue una noticia muy comentada lo que le sucedió. Todo el mundillo literario lo supo y durante unos cuantos años no se habló de otra cosa en los mentideros de media Europa.
Y casi fue más sorprendente su recuperación. La medicina tradicional no había sido capaz de mejorar su salud tras el terrible episodio que a punto estuvo de costarle la vida, pero la filatelia obró el milagro. Durante su larga convalecencia se dedicó a coleccionar correspondencia con sellos muy particulares, franqueados en determinadas ciudades y en fechas absolutamente concretas. No hay precedentes de un coleccionismo parecido al suyo. Hasta llegó a provocar que algunas casas de subastas se especializasen en su curiosa afición.

Cada noche, antes de dormir, leía la carta (o la postal) de un remitente desconocido, dirigida, claro está, a alguien igualmente ajeno, con quienes jamás tuvo más relación que la fecha y la ciudad de origen que figuraban en los matasellos de las diversas piezas de su desconcertante colección. Luego, se ponía un poco de crema blanca sobre el dorso de la mano derecha y unas gotas de perfume amarillo en el interior de su muñeca izquierda. 
Tenían aromas distintos, inconfundibles... casi contradictorios. La crema olía bien, muy bien... pero el perfume era más poderoso. No se necesitaba utilizar la memoria sensorial para recordarlo porque era actual, permanente e indeleble. Entonces Giorgio se parecía más a su nombre y menos a su apellido. Y se dormía pensando que era asombroso que eso sucediese indefectiblemente.

El doctor le dijo que no era bueno, que su salud se iba a resentir. Así que él decidió hacer caso del consejo. Pero era inútil. Cuando acercaba, en plena noche, la mano derecha a su cara, le llegaba aquel aroma dulzón y antiguo, a la vez embriagador y falso. Y si era la mano izquierda la que, sin despertarle, se aproximaba a su respiración, una tenue sinfonía floral invadía su sueño. Daba igual que llevase meses o años sin utilizar la crema y la fragancia. Allí seguían.

Al fin, se cumplió el pronóstico del médico. Empeoró. Todas las noches, sin excepción, sufría una convulsión cardíaca. Las pulsaciones se aceleraban y el dolor se acentuaba en su pecho. Los especialistas no vaticinaron nada bueno...


*               *               *

Giorgio Rochas se levantó al alba, abrió su balcón de par en par y hasta él llegó un viento templado del sur, impregnado de una suave esencia de azahar, como la que surge en primavera de los limoneros de Praiano, cuando el sol de la mañana despunta sobre el infinito azul de un mar cuajado de sirenas, para iluminar con sus rayos el viejo camino que en aquella costa todos llaman el Sendero de los Dioses.

No hay comentarios: