lunes, 19 de octubre de 2015

Art of Peace

Dicen que el 29 de octubre es una fecha propicia para recordar lo que nunca sucedió. Yo no estoy seguro, pero claro, a estas alturas es difícil estar seguro de algo.
La ausencia de lectura es un problema nacional. Lo sufren los escritores, las editoriales, los periódicos... pero también tiene consecuencias negativas en otros aspectos de la vida. Claro que tan malo es no leer como leer y hacerlo mal. Y hay quien lee muy mal. Son esos que solo ven problemas en lo escrito y descuidan el verdadero fondo de las cosas. Pasa más de lo que sería deseable.

Es muy parecido a lo que ocurre cuando nos empeñamos en luchar contra la naturaleza, contra la verdad. De poco sirve escudarse en el socorrido "¿Y qué es la verdad?", que pronunciara Pilatos en su poco afortunado y famoso trance bíblico, porque quien lucha contra ella está, de antemano, condenado al fracaso final.
En esa contienda no hay leyes de Sun Tzu que valgan. Aquí la única estrategia sensata es la recomendación de intentar evitar ese enfrentamiento por todos los medios.
Lo curioso es que resulta bastante sencillo no hacerlo, sobre todo cuando se trata de una guerra injusta, nada útil y de todo punto innecesaria. Pero, a pesar de ello, hay quien se empecina más que Juan Martín Díez en luchar y, además, en no deponer las armas ni las hostilidades bajo ningún concepto.

Es una batalla en la que los únicos beneficiarios son esas empresas comerciales que han descubierto un filón en el empeño de unas y otros por enfrentarse a las leyes más elementales de la física, la lógica y la biología. Los combatientes, por el contrario, siempre acaban derrotados y, en la mayoría de los casos, sufren ignominiosas consecuencias morales y pérdidas irreparables.

Uno de los aspectos más curiosos del comportamiento observado por estos, digamos, aficionados a esa particular adaptación de los trece capítulos de la obra del célebre general y filósofo chino, es el de alimentar una tenue y esporádica llama, encendida y apagada con intermitente insistencia. Pero no lo hacen mediante incursiones o ataques propios de la guerra de guerrillas, no. Se limitan a levantar su cabeza, con el fin de que su cresta asome sobre el conjunto del concurrido gallinero, y cacarear un poco, en momentos que ellos creen apropiados, para volver, inmediatamente, a esconderse en la comodidad de una granja apacible que solo exige la puesta de algún huevo de vez en cuando, a cambio del pienso cotidiano. Mensajeras... pero gallinas, que diría el viejo literato.

Entretanto, mantienen su otra cruzada, contra la incómoda, pertinaz y molesta biología, para alargar un permanente conflicto, en el que no necesitarían estar inmersos si hubiesen aceptado el camino de la verdad, la sensatez y la buena voluntad. Eso sí, borran los rastros de su pasado inmaterial mientras se esmeran en reconstruir los físicos, ya perjudicados por el inexorable paso del tiempo. Tal vez lo hagan todo en busca de un epitafio redentor ante el riesgo de un final tan triste como el la protagonista del gran poema de Espronceda (ya repetido, por cierto, en otras ocasiones).

Y es que, en estas guerras, el verdadero arte consiste en construir la paz.

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