miércoles, 27 de noviembre de 2013

Cotillas

La de las cotillas es una subespecie casi tan antigua como la propia raza humana.
Empezaron a desarrollarse muy pronto, tanto que en el neolítico ya se producen algunas pinturas rupestres en las que se representan figuras humanas observando a otras subrepticiamente desde detrás de unas rocas, mientras estas parecen hacer su vida normal (cazando bisontes y todas esas cosas).

Con el paso de los siglos, la técnica de las cotillas se fue depurando y adaptando a los diferentes estilos de vida de las civilizaciones que imperaban en cada momento. Fueron muy famosas, por ejemplo, las cotillas de la Atlántida, que solían disfrazarse de sirenas para pasar más desapercibidas bajo el océano. O las egipcias, que siempre espiaban de perfil a las amantes del faraón...
En los harenes, cuando la favorita bailaba la danza de los siete velos, las cotillas criticaban mucho su movimiento de caderas, que juzgaban propio de una bayadera oriental y no de una concubina decorosa.

Luego, a medida que la vida moderna iba incorporando los medios adecuados, las cotillas se adueñaron de instrumentos como el teléfono, mucho más eficaz para sus prácticas cotidianas que las siempre incómodas charletas de ventana a ventana en el patio del vecindario.

Hoy, las cotillas están de enhorabuena. La tecnología contemporánea despliega ante ellas un atractivo abanico de posibilidades que aumenta, de forma muy considerable, las oportunidades de chismorreo. Facebook, Twitter, WhatsApp, Google... ponen a sus descuidadas víctimas al alcance de sus inquisidoras miradas, que escudriñan sin piedad cada movimiento ajeno para, una vez convertido en objeto de su pérfida y cuidadosa disección, transmitirlo a sus congéneres a través de sus bien entrenadas lenguas viperinas.

Porque de lo que no hay ninguna duda es de la condición bífida de sus lenguas.
Y es, precisamente, esa bifurcación del órgano muscular que tan intensamente trabaja en el interior de su boca, la que permite un uso discriminado de sus opiniones y juicios, en función de que vayan dirigidos a sí mismas o las demás.
En otros tiempos, aquellos en los que todo el mundo estaba menos preocupado por expresarse de una forma políticamente correcta, a la enfermedad de las cotillas se la llamaba envidia cochina. Creo que era un diagnóstico muy acertado.

Las grandes cotillas de nuestro tiempo me recuerdan a la Castilla que cantara Machado a orillas del Duero, porque ellas, también, son hoy miserables, ayer (tal vez) dominadoras y, envueltas en sus andrajos (morales, en este caso), desprecian cuanto ignoran.
Pero, además, su masoquista y morboso voyeurismo cibernético es fuente de permanente y profunda insatisfacción. Censuran lo que anhelan, vituperando conductas ajenas, cuyo único pecado es disfrutar sana y sinceramente de lo que las reprimidas cotillas carecen y nunca podrán alcanzar: la libertad.

Se aburren mucho, eso está claro, y como no parecen tener suficiente con los programas de cotilleo televisivo (cuyo gravísimo defecto es hablar solo de famosos y famosetes, ignorando a sus vecinas, amigas y conocidas), vuelcan sus ansias en las redes sociales, buscando carnaza para su incontrolado apetito. Bulímicas de la censura mordaz o anoréxicas de sentimientos, las cotillas planean, como aves carroñeras del espíritu, en busca de sus presas.

Entretanto, ajeno a ellas, el gran río de la libertad, del amor, de la amistad... de la vida, sigue, impertérrito, su curso.

No hay comentarios: