viernes, 15 de noviembre de 2013

Imprudencias temerarias

Hay personas que se ven obligadas a a administrar la prudencia. Y eso no es fácil.
A veces, se habla de los prudentes con excesiva ligereza, complicándose por necesidad en lo emprendido por otros, cuya trayectoria como paladines de esta virtud es absolutamente nula.

Pese a todo, no es esto lo más preocupante, sino que los mismos que se enredan en lo que no deben (por la presión, tal vez, de agobiantes e inoportunas circunstancias), han abandonado voluntariamente el camino que les apartaba del abismo emocional.
De nada sirve, a la larga, someterse a una profilaxis sentimental continuada. Los gérmenes ya están dentro y siempre acaban por aflorar. Sobre todo por las noches, en la oscuridad de la conciencia, y también, como contraste, en las tardes luminosas de unos veranos que ahora parecen extraños e incompletos.

Empeñarse en lo que no tiene sentido es una imprudencia. Dedicarse en cuerpo (que no en alma) a lo que ha demostrado ser una catástrofe es ya una imprudencia temeraria.

Dicen que la culpa de no rectificar suele ser consecuencia de un amor propio mal entendido. Y puede que tengan razón. En especial, si la mano amiga está tendida y con una ramita de olivo en la palma.
Cuando el espíritu de Fray Luis de León ha sido repetidamente manifestado, queda bien claro que el sendero para retornar al paraíso perdido no es el de la prudencia ficticia, sino el de aceptar la paz que te brindan. Sobre todo, cuando están dispuestos a entregártela sin pedir nada a cambio.

Ese espíritu belicoso y desabrido (en el que la aspereza luce con un brillo capaz de inspirar a un renacido Gutierre de Cetina que, sin duda, estaría dispuesto a morir, de nuevo, asesinado bajo la ventana de su Leonor de Osma, en la muy bella ciudad de Puebla) no conduce sino a la imprudencia y provoca, con sus episodios de soberbia mal contenida, que los sentimientos se tornen erráticos, ambulantes... y, en su incesante vagabundeo, carezcan de domicilio cierto.

No es bueno que ninguna dórida insista en sus imprudencias temerarias. Ya sabemos que no hay fuente de aguas suficientemente claras en Arcadia para reflejar lo que, en verdad, esconden sus ojos, pero eso no consume el fuego que vive dentro.
Los imprudentes no van al cielo. Ni siquiera en el mundo de los sueños olvidados.

Es culpa grave e inexcusable desoír la llamada de la paz y mantener encendida la antorcha del odio o enarbolar la bandera del resentimiento contra lo que no se pudo tener por culpa de un empecinamiento propio de ida y vuelta, tan innecesario como imprudente.
Por el contrario, es sano reconocer nuestros errores y cerrar, por fin, todas esas puertas que se han ido abriendo mientras se avanzaba por el corredor de la insatisfacción.

Yo, como el poeta sevillano, sigo viendo la luz al final del pasillo.

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