miércoles, 13 de noviembre de 2013

Anónimos con remite

Hay gente que manda anónimos.
Incluso existen los que fingen un anonimato distinto al de su propia identidad camuflada para, haciéndose pasar por víctimas, convertirse en chantajistas perpetuos.
Conocí, por cierto, a uno de estos hace tiempo. Tenía pelo en todas partes, menos en la cabeza y los de la lengua le sirvieron para complicar la vida a quienes le rodeaban mientras trataba de embaucar a los incautos.

Pero no es de este tipo de anónimos sofisticados de los que quiero hablar hoy, sino de otros, mucho más rústicos y malolientes, propios de quienes pegan a los que tienen menos fuerza física que ellos y se esconden en parapetos de papel para insultar con vulgaridad extrema y extemporánea.
Son personajes desesperados por los que debemos sentir pena, aunque su violencia congénita no inspire ternura alguna.

Algunos vuelan hacia el pretérito, en busca de argumentos estrafalarios en los que encastrar su ira trasnochada y apalancar su frustración, aunque lo cierto es que suelen hacerlo sin mucho éxito y escaso convencimiento.

Hace poco me he tropezado con una nueva categoría (nueva, al menos, para mí): los que mandan anónimos con remite.
Son tipos raros, sí, lo reconozco. Y, sin embargo, ahí están, esmerándose todo lo que les permite su disminuida condición para completar un anónimo apañadito... sin excesivas florituras lingüísticas, aparte, claro está, del soez repertorio habitual, más propio de un encolerizado y resentido Mr. Wheeler que de un individuo medianamente civilizado.

El escritor de anónimos con remite apenas amenaza y tampoco chantajea. Se limita a insultar, desahogándose con ese estilo propio, característico del hincha que vuelca en el sufrido árbitro sus congojas domésticas y vitales, con la siempre socorrida excusa de un dudoso penalti no pitado a favor del equipo de su aldea (digamos Villabajo, por ejemplo) cuando perdía por seis a cero contra su eterno rival de Villarriba y estaba a punto de remontar el partido.

A mí, que el único anónimo que, en verdad, me gusta es el veneciano de Salerno y Cipriani, me resulta difícil comprender las razones que pueden impulsar a alguien hasta un abismo emocional como este, pero tampoco soy capaz de juzgar a quien tanto descalabro ha debido padecer para estar dispuesto a sumergirse en tales simas.

Ni siquiera hace el angustiado autor un esfuerzo por proteger del todo su anonimato, sino que parece querer desvelarlo, incluyendo indicios tan voluntarios y numerosos como insuficientes y lejanos.
Cuando se recibe un anónimo de estos, no se puede evitar un cierto sentimiento de compasión por el pobre diablo que lo ha enviado, tal vez como último recurso psicológico para huir de su propia miseria. Una miseria de la que él parece hacer responsable al destinatario, quien, la mayor parte de las veces, lo tiene todo olvidado (si es que alguna vez hubo algo que olvidar).

Y si, además, eres una persona sensible, te preguntarás unas cuantas cosas y llegarás a dudar de la solidez de ese pedestal sobre el que estás instalado, en el que te crees a salvo de la soledad, de la tristeza y de todas esas penas y debilidades que pueden llevar a una persona a esos suburbios de la conciencia en los que el mal y la locura se confunden y te mortifican hasta el punto de sentirte perdido y próximo a la nada.

Esa es la antesala del anonimato final, de la fosa común de la humanidad cansada y silenciosa que ya solo aspira a escribir una carta con remite.

Aunque la carta no lleve firma y el remite sea falso.

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