viernes, 1 de julio de 2011

Una carta

Hace unos días, revolviendo en un viejo baúl, me encontré con una carta muy antigua. Estaba fechada el 24 de junio de 1911 y en la firma solo aparecían tres iniciales, todas ellas consonantes.

La carta, muy bien conservada para los años transcurridos, llamó inmediatamente mi atención. Escondida entre papeles poco relevantes y recortes de periódicos, carecía de sobre y, en consecuencia, era imposible identificar al destinatario.
Tuve que leerla varias veces para entenderla bien y, pese a ello, todavía no estoy seguro de haber interpretado con acierto lo que intentaba decir. Hablaba de otra carta recibida por el (o la) remitente (de su lectura no es posible deducir el sexo de quien la escribió ni de quien la recibió, si es que llegó a ser enviada) y, también, de hechos antiguos, poco explicados en su texto. Sin embargo, era evidente que ambas personas se conocían bien y que habían mantenido algún tipo de relación en el pasado.

Mi primera intención fue reproducir aquí su contenido, literalmente. Me parecía interesante y curioso compartir con todos este hallazgo. Hacerlo, estando tan lejano en el tiempo, era, por motivos obvios, inocuo para sus protagonistas. Pero, de pronto, me asaltó un extraño sentimiento de respeto hacia su intimidad. No es fácil de explicar, lo sé. Me dio la impresión que el autor de aquella carta y, más aún, la persona a quien iba dirigida, estaban cerca. Sé que es una tontería y pido perdón por ella a quienes están leyendo estas líneas.
En ese viejo papel, que tan bien había resistido el paso de las décadas, estaban los sentimientos de dos personas, sus emociones, sus angustias, sus dilemas... una parte de sus vidas, en suma.

Yo no sé a dónde se van todas esas cosas cuando alguien desaparece de este mundo. Yo no sé si los latidos de los corazones se desvanecen, para siempre, sin dejar ni siquiera su recuerdo. Solo sé que tengo una carta entre mis manos. Como alguien, algún día, tal vez no muy lejano, tendrá una carta mía entre las suyas y se preguntará quién fue el que la escribió y cómo era la persona a la que iba dirigida...

Son momentos en los que es imposible no cuestionarse si merece la pena ser soberbio, ser orgulloso, ser intransigente. ¡Quién no ha tenido, alguna vez, una carta como ésa ante sus ojos y ha sentido unas inmensas ganas de llorar al leerla!
Es posible que si mis lágrimas caen sobre su tinta no la emborronen, sino que la hagan florecer, y de sus dormidas palabras surjan sentimientos fuertes como robles centenarios y emociones fragantes como tardías azucenas de junio.
Los suspiros son aire y van al aire. Las lágrimas son agua y van al mar, sí. Pero nadie conoce el destino de las palabras olvidadas, de las cartas perdidas, de los sentimientos que perduraron más allá del sufrimiento, de la traición, del engaño...

El caso es que hay cartas, como la que el otro día encontré en aquel escondido baúl, que hablan de amor, aunque estén escritas desde el resentimiento y la falsa altivez, encubridora de la verdad del alma. Ojalá un día me encuentre con otra que haya salido de una pluma sencilla, natural y sincera, de una pluma limpia y suave, como la piel de un delfín, que solo busque lo bueno y que no se obstine en escarbar en los pozos negros del corazón.

Puede que ésa sí me anime a publicarla.

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